viernes, 26 de agosto de 2016

El asalto al castillo

Los tambores estaban sonando, llamando a todos los hombres a sus puestos.

- ¡Escuchadme todos!. Este es el asalto final. ¡Hoy caerá Castellar!. ¡Abriremos el camino de Gibraltar!.
La soldadesca gritaba enfervorizada. Gritos de ¡Santiago!¡Castilla!¡Aragó! recorrieron las filas de vascones, cántabros, aragoneses, marineros catalanes, peones castellanos, caballeros y jóvenes segundones. Todos aprestándose al combate contra la morisma. 

 -¡Y lo que es mejor, el botín!. El pensamiento de riquezas nos hizo gritar con más fuerzas aún, pues todos queremos que los infieles desaparezcan de nuestra amada España pero para un soldado no hay nada mejor que el saqueo de una ciudad de moros.

Éstos nos miraban desde las almenas del castillo. Hacía pocos meses que había caído el castillo de Jimena donde ahora estaba la frontera entre Castilla y el reino moro de Granada.  Las condiciones de la rendición habían sido muy generosas al haber abierto las puertas el castellano de Jimena. Pero Castellar había decidido resistir y se había decretado ¡a degüello!. ¡Sin piedad para los vencidos!.

El verano había llegado a su fin y pronto llegarían las lluvias, los hombres querían volver a sus hogares para las labores agrícolas de la cosecha y prepararse para el duro invierno del norte. Pocos nos quedaríamos en estas nuevas tierras al sur del río Betis que los moros llamaban Río Grande en su lengua extraña.

- ¡Maestro artillero, a su conveniencia!. La voz de mando llegó clara desde el altozano donde se encontraba el duque de Medina, señor de Sanlúcar, en la desembocadura del gran rio.

El artillero mayor comunicó a los banderolos sus órdenes. En toda la línea los cabrestantes se tensaron y fueron soltadas sus cargas pétreas. Acertaron todos los disparos ya que llevaban varias semanas afinando la puntería. Los muros de la fortaleza resistieron los embates. Los peones miraban con atención mientras se cruzaban apuestas sobre qué lienzo de la muralla caería primero. Los operarios de las catapultas se afanaban con diligencia, ellos también habían apostado y fuerte.

Un griterío se alzó desde el lado sur de la fortaleza. Aguzamos los oídos intentando entender. Al poco se hicieron inteligibles los chillidos de satisfacción de unos y los alaridos de pesar de otros. Había caído el lienzo más cercano al portillo del traidor. Como las olas del mar los infantes y peones nos desplazamos hacía aquel lado. Los clarines de órdenes se apresuraron a transmitir los deseos del duque. En las murallas los moros también se movían. El fin parecía próximo.

Cuando se aposentó el polvo se pudo comprobar la amplitud del boquete. Los rezagados apresuraban sus pasos para colocarse en sus posiciones. Los jóvenes nobles apenas podían refrenar sus cabalgaduras. Todos envidiarían al primer hombre que traspasará las murallas. Y volviese con vida para disfrutar de los favores de las mujeres de la corte del Duque.

- ¡Cubríos, bastardos!. El aviso llegó a tiempo, llovían saetas. Desde las almenas tenían a tiro a las primeras filas de los cristianos que eran empujadas por los retrasados en su afán de acercarse a la primera línea.
De pronto, un clarín sonó nítido en el bello azul del cielo sureño. Por un momento, todos los contendientes aguantamos la respiración asimilando la orden que los oídos recibían.

¡Al ataque! ¡Al ataque!. 

Orden general de avanzar contra el muro derruido. Los hombres saltamos como animales de presa, comenzando a correr por la pequeña pendiente que llevaba hacia el muro. Gritos roncos de aliento y miedo salían de cien gargantas. Los más rápidos comenzaron a adelantarse al resto. Eran los más jóvenes y menos protegidos para el combate. Calleron segados por los virotes y flechas de los moros. Los gritos de guerra se vieron superados por los de dolor y muerte.
La segunda oleada, donde yo iba, pasó por encima de los caídos. Los sargentos de armas gritaban: ¡Seguid avanzando!¡No os paréis!¡Dios os quiere!¡Muerte al infiel!.  Estábamos mejor equipados: sentí como una flecha se rompía contra mi pecho, la malla que llevaba bajo la camisola me protegió de morir, apenas sentí el golpe, como si chocara con el pico de una mesa de la oficina. Al bajar la vista vi la flecha clavada en la cabeza del león que era mi emblema. Seguí corriendo, la adrenalina me empujaba. Los tres que me adelantaban ya habían llegado al muro. No iba a conseguir los honores por entrar el primero en la fortaleza, mala suerte.  
Vi como el joven don Pedro de Souza, un portugués, caía bajo la cimitarra de un enorme moro. Éste fue empalado por la lanza de Lázaro, un piquero de la lejana Zaragoza. Dos moros cerraron el paso a don Juan de Banderas, un mozárabe de Algeciras, que luchaba a nuestro lado. Fui en su ayuda. Con el hombro aparté a uno que cayó al suelo, pero tropecé y perdí mi espadón. Levanté la cabeza y vi venir una maza erizada de púas. “Madre mía” Todo se puso rojo ante mis ojos. Se acabó.

“ Game Over” era el mensaje que mostraron las gafas de Realidad Virtual. 

Me levanté el ligero casco y miré por el ventanal de los recreativos hacia la mole del Peñón de Gibraltar, sonreí y metí otro billete de 5 euros.

Los tambores comenzaron a sonar.

domingo, 21 de agosto de 2016

La guerra civil de los literatos I

“Queremos una patria totalitaria. El poder ha de ser íntegro para nosotros.... Y cuando llegue el momento, el Parlamento o se somete o desaparece: la democracia será un medio, no un fin.”

Uno lee esta frase en un panfleto amarillento y no sabe si la dijo Goebbels o Trostki.

“Ahora, cuando nos lancemos por segunda vez a la calle, que no nos hable de generosidades ni de respetar personas y coas. Vamos a la toma del Poder como sea, para establecer la dictadura.”

¿Y ésta?, quién la dijo, ¿Onésimo Redondo o Ledesma Ramos?.

Son frases que como las fotos viejas nos suenan a conocidas, sabemos que son de la familia pero somos incapaces de adjudicárselas a un tío o a un primo o a un abuelo determinado.

La primera es del clerical Gil Robles y la pronunció en 1933, la segunda es de Largo Caballero y la dijo poco antes del estallido de la guerra.

Incluso uno que intentó mantenerse apartado de las banderías, Antonio Machado, cargaba sus frases con pólvora: “Es don Miguel de Unamuno la figura más alta de la actual política española. Él ha iniciado la fecunda guerra civil de los espíritus, de la cual ha de surgir (cuando surja) una España nueva.” , Segovia, 15 de marzo de 1930.

El ambiente empezó a cargarse de electricidad. Las mayores atrocidades parecía anunciadas, y cuando acababan por cumplirse, nadie se extrañaba de ello: ni asesinatos, ni complots, ni pronunciamientos cuarteleros, ni quema de iglesias o conventos, ni matanzas de campesinos, ni.....

Dijo Dionisio Ridruejo: “En su inmensa mayoría, los pensadores, profesores y escritores que tenían vigencia en el decenio del 23 al 33 eran liberales o se interesaban por el socialismo o el anarquismo.” A partir del 33 y hasta desembocar en 1936, unos tiraron para la izquierda y otros para la derecha. Entre los viejos del 98 la mayoría se quedó donde estaba o se quitó de en medio con discreción.


Andres Trapiello, Las Armas y las Letras. Literatura y guerra civil, 1936-39

viernes, 15 de julio de 2016

Corpus de Sangre II

La presunta muerte del consejero Massana fue la que hoy en día da fuerza al mito catalanista: la defensa de los poderes locales por la sincera mayoría de los barceloneses obviando, claro está, la revuelta de los segadores.
Los miembros del Consell del Cent fueron llamados a reunión, se encontraron al conseller en cap sin saber qué hacer, esperando que alguien le dijera qué dirección tomar. A lo que hay que añadir la información sobre la no huida del virrey, los consejeros estaban anonadados. Mandando llamar a los obispos de Urgel y Vic, el virrey quería saber qué iba a hacer el gobierno de la ciudad para protegerlo. Al llegar a las Atarazanas los obispos se encontraron con unas quinientas personas entre notarios, fiscales, militares y castellanófilos declarados. El virrey estaba muy asustado después de enterarse de la muerte del conseller Massana. El obispo Manrique consiguió convencerlo para abordar una galera genovesa que llegaba a puerto. El virrey se fue a la playa a esperar el esquife.
Los segadores iban envalentonándose por momentos. Mandaron un grupito a parlamentar con los pescadores del barrio de la Ribera. Allí contaron todas las tropelías que les habían hecho los gobernantes de la ciudad, aún daban vivas al rey, a través de la milicia. Los pescadores se encalabrinaron y, reventando la puerta del duque de Cardona, entraron en la ciudad apoderándose del baluarte de Santa Eulalia que dominaba las Atarazanas y la zona de costa donde estaba esperando el virrey. Los pescadores, ni cortos ni perezosos, desembrazaron el cañón del baluarte y apuntaron hacia los barcos que estaban en puerto, y sí, hacia la galera genovesa que estaba llegando cerca de tierra. Afortunadamente no eran artilleros por lo que el primer disparo fue a dar al agua. El que estaba al mando tuvo la suerte de encontrar un artillero que andaba por allí con su uniforme, y obligarle, a punta de pedrero, a cargar y disparar el cañón. Éste lo hizo pero con la picardía de no cargar la mano en la pólvora, con el resultado previsible de no acertar a la galera pero acercándose mucho para no levantar la liebre con los amotinados. Los genoveses voltearon las velas e hicieron como que volvían a mar abierto. Todo esto lo contemplaba el virrey con el agua por los corvejones esperando a los esquifes;  tuvo que volver con su séquito a las Atarazanas. Y siguieron los malos consejos, alguien propuso que el virrey se resguardase en el llamado baluarte del Rey, en la zona de la muralla más cercana al castillo de Montjuich. Pero, por desgracia, obligaba a atravesar una  playa. Los que estaban en las Atarazanas se dieron cuenta que la galera genovesa no se había largado sino que se había apartado del rango de fuego de los amotinados pero que había ordenado a los esquifes que buscaran un lugar donde poder embarcar al virrey. Pero no pudo ser, el virrey a pesar de todo el miedo que llevaba encima decidió renunciar a embarcar. Se dirigió a las Atarazanas en un momento de calma total.
Era la calma que precede a la tempestad.
El populacho consiguió derribar las puertas. Entraron en Atarazanas bramando el viejo grito medieval catalán: “¡A carn, a carn!”. Democrático y políticamente correcto que te rilas por las patas abajo. Y claro, nada más cruzar las puertas, la milicia ciudadana se puso de parte de los amotinados. A fin de cuentas eran tan catalanes cómo los que atacaban. Los castellanos y sus aliados huyeron como alma que lleva al diablo en dirección a Montjuich, o sea en dirección al baluarte. Como una riada empujaron al virrey hacia éste. Pero los perseguidores les iban a la zaga. Todos se mezclaron en el interior, el virrey fue puesto a resguardo en una habitación pero la presión de los atacados y los atacantes impidió protegerlo. En su desespero saltó por un ventanal desde unos cuatro metros de altura. Del hostiazo quedó conmocionado. Dos fieles, Santiago Domínguez, andaluz, y el capitán Magí Esteve consiguieron ponerlo de pie y llevárselo. Se dirigieron hacia la playa, pero los esquifes se estaban retirando aguijoneados por los que sí habían conseguido llegar en primer lugar, y no estaban dispuestos a esperar a nadie; ni siquiera al puñetero virrey. Tuvieron que ir andando hacia la montaña de Montjuich, el gordo virrey cayó exhausto. Allí dio su última orden: 
“’!Que nadie hable castellano!”
Santa Coloma, viendo llegar a los segadores, saltó hacia otra roca, pero se dio una hostia de padre y muy señor mío. Una partida de segadores y marineros lo encontró medio desmayado y sin pensárselo ni mucho ni poco le hicieron unos ojales con sus dagas, matándolo. Nada más hacerlo debieron darse cuenta del sacrilegio que habían cometido pues perdonaron la vida a los dos acompañantes del difunto virrey. Con la peregrina razón de que ambos eran catalanes. Cosa que no se sostiene pues uno de ellos, Dominguez de la Mora, era andaluz, aunque hablaba un catalán perfecto y, el muerto virrey era un catalán de pura cepa.

Las instituciones locales barcelonesas se revelaron totalmente inoperativas. Fuera para defender al virrey o para enfrentársele, lo cierto es que ni el Consell del Cent ni la Diputación sirvieron como fuerza alternativa, ni para los castellanos ni para la turba incontrolada de los segadores amotinados. Esta es una de las muchas paradojas que la actual autonomía catalana prefiere ignorar. El conseller en cap del momento no supo, ni pudo, estar a la altura de sus responsabilidades, era un hombre mayor, débil de espíritu y de cuerpo. Los consejeros le iban a la zaga; debió ser terrible para ellos no poder responder a todas las peticiones de ayuda y protección que recibieron ese día. 
El Consell del Cent redactó una carta dirigida al rey en la que culpaban de todo a los excesos de las tropas acantonada en Cataluña, con razón; pero también intentaban minimizar los daños ocasionados por los segadores y los milicianos unidos, sin razón.
A la mañana siguiente, día 8, consiguieron, por fin, convencer a los segadores para que abandonaran Barcelona. Pero los amotinados nada más salir de la ciudad se dieron cuenta que eran ellos los que mandaban en la ciudad y volvieron a ella. Se dirigieron al convento de Santa Madrona donde estaban refugiados muchos de los que sobrevivieron a Montjuich. Los monjes intentaron protegerlos dándoles sayales y tocas frailunos; fueron descubiertos al mirarles las botas. La matanza fue de órdago.
En un día lleno de hechos execrables, uno sobresale sobre todos. Les llegó la noticia a los segadores que estaban en la calle Ancha que había muerto un segador en la posada de María Calvet. Se dirigieron hacia ella, allí encontraron a un segador con un tiro en el pecho. Se les dijo que María Calvet había ido al hospital de la Santa Cruz. Y sólo con esta frase decidieron que la mujer era la culpable del asesinato.
María Calvet había ido al hospital de la Santa Cruz llevando a Miquel de Segarra, el segador que se había peleado, y matado, al primero. Segarra murió de las heridas nada más llegar al hospital y María Calvet estaba allí sin hacer nada. Los segadores llegaron y rodearon el hospital y a voces reclamaron que saliera. Cuando supo que la quería matar, María se negó a salir. Cómo defensores de la autonomía catalana en contra del opresor castellano, los segadores hicieron lo más lógico, anunciaron que iban a quemar el hospital. Un hospital lleno, no de pérfidos castellano, sino de catalanes enfermos y heridos. Y los segadores estaban dispuestos a quemarlos vivos si no entregaban a la mujer que había cometido el terrible delito de auxiliar a un herido.
El obispo Gil Manrique intentó aplacar a los revoltosos. Pero no hubo forma, o María Calvet o quemaban el hospital. El propio obispo acompañó a la mujer hasta la puerta. Donde los valientes luchadores por las libertades catalanas la hicieron ponerse de rodillas y la mataron a tiros.
Y así siguió unos días hasta que el Consejo del Ciento consiguió que los segadores abandonaran la ciudad  pero el mal ya estaba hecho. Lo que había comenzado desde el mediodía del Corpus de Sangre como un desorden de orden público pasó a ser una protesta nacionalista que llevaría a una guerra, la guerra de Cataluña enmarcada en un momento de debilidad del gobierno central en España. Llevaría a la pérdida de Portugal como parte del imperio español y a una larga guerra de recuperación de Cataluña desde 1641 hasta 1652.

martes, 12 de julio de 2016

Corpus de Sangre I

Propósito de enmienda.

Retomar las cosas que me gustan, como leer historia de España y los españoles y mucho españoles. Y obligarme a escribir sobre ello

En Navidad me regalaron un maravilloso libro sobre la guerra de recuperación de Cataluña, desde 1641 hasta 1652, de Raquel Camarero. Lo leí casi de un tirón durante el mes de enero. Ahora en julio ojeando mis antiguos Historia 16 he encontrado un artículo sobre el Corpus de Sangre, probablemente el mito fundacional de la Cataluña oprimida por Castilla (hoy diríamos España).

Curiosamente se le conoce como Corpus de Sangre a partir del s. XIX, nombrado por un periodista, pues antes se le conocía como la rebelión de los segadores.

Como si fuera un cuento de hadas todo comenzó muy lejos de allí, en la pérfida Madrid, donde el rey Felipe IV y su valido el conde-duque de Olivares aún pensaban que España era la que partía la pana en el tablero internacional, y lo pensaban con razones claras pues aún eramos el mayor imperio que se asentaba en tres continentes distintos. Y si el Rey Prudente había conseguido mantener y ampliar la herencia de su padre porque el IV de su nombre no iba a poder hacer lo mismo. Pero las interacciones estatales ya no eran las mismas. 

Cuando en 1621 se inició la guerra contra Holanda, guerra que se presuponía sería corta y victoriosa, los franceses rápidamente se pusieron de parte de los holandeses, iniciándose la parte española de lo que se conocería más tarde como la Guerra de los Treinta Años que involucraría a casi todos los países europeos en distintas fases desde 1618 hasta 1648.

El conde-duque tuvo que iniciar una ronda de conversaciones con los reinos aragoneses para aportar hombres y dineros al esfuerzo de guerra. Creía que, especialmente los catalanes, ante el peligro francés colaborarían sin muchos impedimentos. Pero los barceloneses quería sacar tajada, como cualquiera podría haber comprendido, cualquiera menos el conde-duque que se comportó con una ceguera impropia de un estadista, Los catalanes propusieron, entre otras cuestiones, que el cargo de inquisidor general rotase entre un castellano y un aragonés. Nones. El resto de las propuestas catalanas fueron rectificadas, recortadas y puteadas hasta dejarlas irreconocibles. Además desde Madrid se exigió que los aragoneses levantaran un ejército de 16.000 hombres. Los catalanes se acogieron a los Fueros que les eximían de mandar tropas fuera de sus fronteras. A pesar de esto votaron a favor de una ayuda de dos millones de ducados pagaderos en varios años.

Llegamos a 1635, Francia declara la guerra a España. En aquellos años las cosas no iban a la misma velocidad que nuestra vida moderna. El conde-duque se frotó las manos ya que sabía de la tremenda inquina que los catalanes sentían hacia todo lo francés. Pero los burgueses catalanes se pusieron de canto, la cosa no iba con ellos. El conde-duque tuvo que rebajarse a proponer que el cargo de virrey recayera sobre un catalán, el conde de Santa Coloma, o sea Dalmau de Queralt. 
En 1639, los franceses invadieron el Rosellón, que entonces era español. Las tropas españolas estaban en la otra punta de la frontera y, de haber empujado, habrían desbaratado dicha invasión. Pero no se movieron. El conde-duque, en una prueba más de su escasa fidelidad hacia todo lo que no fuera él y su rey, prefirió que una parte de España fuese invadida a impedirlo, pues juzgó que así los catalanes no tendrían más remedio que apoyar la guerra.
Las tropas españolas conseguirían parar a los franceses en la batalla de Salces, lo que acercó a los catalanes a su rey. Pero Felipe IV y el conde-duque no supieron o no quisieron aprovechar la bonanza para ganarse a los catalanes. Se llamó a Cortes en Poblet pero no se celebraron
El conde-duque decretó unilateralmente una leva de 6.000 hombres en Cataluña, además de anunciar que las tropas reales hibernarían en la región.

Lo peor fue lo de la hibernada. Los ejércitos en aquel entonces no eran como los de ahora. Los soldados recibían una soldada, y no siempre, y no existían las organizaciones logísticas que hoy garantizan al soldado cama, comida, pertrechos, etc. Los soldados establecidos en Cataluña debían ser alojados y mantenidos por los ciudadanos de cada lugar, con la excepción de la nobleza, el clero y la burguesía, que estaban exentos. Eran los obreros, por lo tanto, los que corrían con las consecuencias de la estancia de los soldados. A lo que hay que añadir que aquellos soldados españoles eran, en su mayoría, matones patibularios que tomaban aunque no fuese suyo, abrían las piernas de la moza que les gustaba sin preguntarle, y otras cosas de parecido jaez. Esto ocurría con asiduidad; pero, conforme el rey se retrasaba en el pago de las soldadas, se convertía en un problema de grandes dimensiones.

En enero de 1640, los jinetes napolitanos a las órdenes de Federico Spatafora, perpetró el saqueo de una población denominada Palautordera. A partir de ese momento, comenzaron a multiplicarse las hostias en el norte de Cataluña entre soldados y payeses. La respuesta de Santa Coloma fue decretar la inmunidad penal de los soldados reales. Esta medida, junto con otras, radicalizó tan notablemente a muchos catalanes rurales que, en abril, salió el gordo del bombo: en Santa Coloma del Farnés, las turbas quemaron vivo al alguacil real. Como respuesta, las tropas reales entraron en una de las barriadas del pueblo y no dejaron una piedra sobre otra.

Justo es reconocer, en todo caso, que en el sur de Cataluña no se produjeron incidentes. Curiosamente, ésa era la zona donde las tropas que estaban establecidas estaban formadas por españoles (o sea: por otros españoles).

Llegamos al 7 de junio, día del Corpus. Además de ser un día con muchas procesiones es también el día en que comienzan a contratarse a los segadores para la recogida de las cosechas. Los segadores se congregaban en la parte alta de las Ramblas. Una zona a la que los barceloneses no se acercaban pues los segadores temporeros eran gentes de mal vivir, prostibularios, bebedores, soeces y malhablados. Lo que siempre causaba problemas de orden público en la ciudad. Y eso es lo que pasó.

Un grupo de segadores, ya achispados, pasó por delante de la casa del virrey, dieron vivas al rey y muertes al virrey, en un totum revolutum. Siguieron paseando y bebiendo llegándose hasta la casa donde vivía la familia del alguacil real de Santa Coloma del Farnés, casa que estaba protegida por tres milicianos de la ciudad. Uno de estos reconoció a uno de los asesinos. Se dijeron palabras, se sacaron los puñales y el segador quedó malherido en el suelo. El resto de segadores salió por patas hacia las Ramblas, allí contaron la historia y, como siempre ocurre cuando te cuentan la historia de una historia, el hecho se magnificó y ramificó hasta extremos insospechados. Los segadores se dirigieron a la Plaza de San Francisco a la mansión del virrey, allí dieron vivas al rey y mueras al virrey. Para ser los adalides de la independencia de Cataluña queda un poco raro, pero así es España señora.

Las noticias que nos trasmiten los cronistas de la época nos hacen ver que nadie creía que fuese una revuelta independentista. Los primeros que se pusieron en salvo fueron los familiares del virrey, los jueces y fiscales; y sobre todo aquellos conocidos como moros blancos, los prestamistas genoveses, pues estaba claro, de otras revueltas, que los segadores aprovecharían la oportunidad para cancelar sus préstamos con los usureros habituales.

La casa del virrey estaba rodeada por unos doscientos segadores con ganas de jarana, un alabardero de la casa se asomó por un ventanal y fue saludado por una descarga de diversas armas y, claro, los compañeros respondieron al fuego con más fuego. Varios segadores cayeron heridos. Y lo normal en estas situaciones, los segadores decidieron prenderle fuego a la mansión, por lo que acarrearon toda la leña que pudieron encontrar contra las puertas de la mansión. Afortunadamente el abad del convento de San Francisco, que estaba en la misma plaza, salió con dos acólitos y un crucifijo procesional y se puso delante de los segadores quienes decidieron retirarse de la plaza. El virrey mandó aviso al Consejo del Ciento (gobierno de la ciudad) y pidió protección armada. El conseller en cap, un hombre mayor y enfermo, prometió mandar milicianos pero no se tomó muy en serio lo del motín pensando que era una algarabía de segadores borrachos. En cambio, la Iglesia si se lo tomó muy a pecho, todos los que eran algo en la diócesis se presentaron en la casa del virrey para mostrarle su apoyo. Detrás de ellos, una hora después, llegó la Generalitat, que entonces era una comisión de las Cortes encargada de administrar la región, formada por un representante de la nobleza, otro de los municipios y un tercero de los curas. Era presidente de aquella Generalitat el sacerdote, como era tradición. Se llamaba Pau Clarís. Pero llegaron sin protección ninguna, fiados en su prestigio. Afortunadamente también llegaron las tres milicias de la ciudad, ante lo cual los segadores creyeron oportuno retirarse hacia las Ramblas. Fueron acompañados por Claris y el consejero tercero Massana.

Ya estaban medio convencidos de que debían abandonar Barcelona cuando alguien recordó que allí cerca se encontraba la casa del fiscal de la Audiencia Berarlt, quién había organizado los pertrechos para la batalla de Salces. Así que decidieron prenderle fuego, echaron las puertas abajo y saquearon la casa vacía (el fiscal era castellano pero no tonto), dejando sólo los cuadros de temática religiosa, lo que libró a la casa de la hoguera.

Mientras tanto, el virrey dejándose convencer por sus adláteres corrió a protegerse en la fortaleza de las Atarazanas. Algunos catalanes procastellanos intentaron convencerlo de retirarse por mar, pero todo un virrey no podía concebir que unos muertos de hambre pusieran en peligro su vida. Después de mucho charlar y recibir informes de las andanzas de los segadores por Barcelona: se trajinaron la casa del juez Rafael Puig, de la que no quedaron ni los pomos. La llegada de un grupo de consellers consiguió salvar parte de los muebles (así como suena). Más o menos a la misma hora, también ardía la entrada de la casa del padre Guerao de Guardiola, recaudador de impuestos; el virrey se dejó convencer y se hicieron señales a una galera real surta en el puerto para que enviara un bote a recoger al virrey. Pero éste se dejó convencer, de nuevo, por un jovencito de 16 años con el argumento de que Barcelona se quedaría sin ningún representante real. El bote fue devuelto a la galera.

Por su parte, el conseller Massan seguía intentando convencer a la mayoría de los segadores de que abandonasen Barcelona, los tenía casi convencidos cuando pasaron por delante de la casa del marqués de Villafranca, jefe de la flota real del Mediterráneo y hombre riquísimo, Decidieron forzar un portalón y encontraron una reata de mulos cargados y varias carrozas preparadas para viajar. Echaron las carrozas al fuego y se robaron los mulos y caballos. Todo por la alta misión de la independencia de Cataluña, claro.

En una casa cercana, también propiedad del marqués de Villafranca, unos marinos tenían claro que ellos serían los siguientes así que, ni cortos ni perezosos, abrieron fuego desde las ventanas contra la multitud. Varios heridos y un muerto entre los temporeros. En una calle estrecha y abarrotada donde nadie se podía mover, el conseller Massana estaba a caballo como su dignidad pedía. Hubo una segunda andanada de disparos. El caballo se asustó o recibió un plomo, se encabritó y tiró al suelo al consejero. Se abrió la cabeza. Lo retiraron a la carrera gritando que estaba muerto. No fue así, aparecerá más tarde en esta historia.

Pero la voz corrió como la pólvora, ¡un conseller de la Generalitat había sido asesinado por los castellanos!

Ya tenemos el mártir.



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