miércoles, 11 de julio de 2012

La brujería en la Edad Media


Desde mediados del siglo XV hasta finales del siglo XVIII, Europa padeció el horror de la caza de brujas, un rapto de locura colectiva propiciado por las mentes enfermas de las autoridades eclesiásticas que dictaban las normas morales de aquella sociedad. Esta persecución fue muy sangrienta en el norte de Europa y mucho menos en los países mediterráneos, herederos de la cultura romana, entre ellos España. El número de víctimas inmoladas en este holocausto quizá superó las cuatrocientas mil, la mitad de las cuales correspondería a la eficiente Alemania. Casi todas ellas fueron mujeres, algunas incluso niñas, y la acusación más común que las llevó a la hoguera fue que mantenían relaciones sexuales con el diablo.
La brujería es la pervivencia de una antigua religión ctónica y matriarcal que se remonta al Neolítico. Formas evolucionadas de esta religión fueron, en la antigüedad, los ritos mistéricos, particularmente los dionisíacos. Esta religión cree en la palingenesia mística, en el renacimiento o reencarnación y en la capacidad del hombre para influir sobre su propio destino mediante un ejercicio de autosugestión que pone en juego su propia energía espiritual. Su expresión ceremonial más común consiste en polarizar la fuerza mental que emana de toda la comunidad creyente hasta alcanzar una especie de éxtasis colectivo. De este modo, el individuo se siente arrebatado, funde su alma con la divinidad y trasciende sus limitaciones cuando la divinidad absorbe su alma. En distintos lugares y épocas tal estado de enajenación se ha conseguido por medio de la oración y el ayuno, o mediante ingestión de drogas alcaloides. Esta era la verdadera función de los famosos ungüentos de brujas, muchos de los cuales contenían belladona, acónito, atropina, beleño o bufotenina (sustancia alucinógena contenida en la piel del sapo). A esta lista habría que añadir el cornezuelo de centeno, micelio del hongo Claviceps purpurea cuyos alcaloides tienen el mismo efecto que las drogas antes citadas.
Todos producen delirio y sensación de vuelo y algunos, además, placer sexual.
En los primeros siglos medievales, la Iglesia toleró en el medio campesino la precaria existencia de una especie de culto a cierta nebulosa diosa Diana que en realidad no llegó a tener estatus de religión. La autoridad eclesiástica no ignoraba la existencia de brujos, pero los consideraba inofensivos charlatanes que vivían de engañar los senderos, y no sólo los dejaban en paz, sino que en ocasiones utilizaban sus servicios. San Isidoro, en el siglo VI, clasificaba a los brujos en magos, nigromantes, hidromantes, adivinos, encantadores, ariolos, arúspices, augures, pitones, astrólogos, genetlíacos, horóscopos, sortilegios y salisatres. Todavía no los asociaban a lo diabólico ni habían sexuado al diablo, aunque San Agustín, indagando si los ángeles podrían tener comercio carnal con mujeres, había llegado a la conclusión de que poder podían, pero solamente a un ángel caído se le ocurriría perpetrar acto tan sucio. Ya se iba preparando el terreno para que otras mentes calenturientas de célibes forzosos descubrieran que mil legiones de menudos y lujuriosos diablos habían convertido la tierra en un gigantesco lupanar.
Todavía en el siglo X, el Canon episcopi despreciaba los vuelos de brujas y los consideraba embustera ilusión de espíritus simples.
Mientras tanto, la diosa Diana había ido cediendo su puesto al diablo. Santo Tomás, la gran autoridad de la Iglesia, admitió la existencia del diablo y comenzó a cavilar sobre sus trapacerías.
Se divulgó que los demonios pueden cohabitar con mujeres dormidas y tienen la facultad de adoptar, a voluntad, ajenas apariencias (por ejemplo, una monja declaró que un íncubo que tuvo trato carnal con ella se le había presentado encarnado en obispo Sylvanus. La comunidad aceptó la explicación, qué remedio). Copiamos ahora del tratado muy sutil y bien fundado de fray Martín de Castañega, siglo XVIII:
Estos diablos se llaman íncubos cuando tomando cuerpo y oficio de varónparticipan con las mujeres, y súcubos se dice cuando por el contrario, tomandocuerpo y oficio de mujer, participan con los hombres. En los cuales actos ningúndeleite recibe el demonio.
Ahora bien, si son criaturas de aire, ¿cómo es que ocasionan preñeces? Es que los íncubos se hacen potentes con acopio del semen de los mortales.
La jerarquía eclesiástica comenzó a inquietarse por el sesgo que tomaban los acontecimientos: la brujería estaba aglutinando a una serie de colectivos oprimidos, los siervos y las mujeres. No olvidemos que las mujeres son «el instrumento más eficaz que el demonio ha tenido y tiene para engañar a los hombres», advertía el padre F. Gerónimo Planes en 1634.
Entonces, los poderes fácticos, Iglesia y Estado se combinaron para perseguir la brujería considerándola lo que no había sido nunca: un culto al diablo. El primer paso lo había dado el papa Juan XXII en 1326. Medio siglo después, el inquisidor aragonés Nicolau Eymeric acusaba a las brujas de herejía, pues rendían culto de latría o dulía al diablo. Celosos teólogos escudriñaron la Biblia en busca de las raíces malvadas de la brujería. Como no las hallaron, no tuvieron inconveniente en traducir por «bruja» la palabra kaskagh, de Exodo XXII,18, cuyo verdadero significado es «envenenadora». Redactaron también la ficha policial del diablo, una fabulación de origen persa, especie de divinidad paralela, que en la Biblia es un dios, un emperador o un príncipe, siempre una entidad angélica y bella, y lo pusieron de cabrón aprovechando que el macho cabrío, debido a su desorbitada actividad sexual, simbolizaba la lujuria (véase Levítico, 16, 20-22). Así, inventaron una imagen panfletaria del diablo y lo retrataron triste, iracundo, negro, feo, «de cabeza ceñida por una corona de cuernecillos más dos grandes como de cabrón en el colodrillo, otro grande en medio de la frente, con el cual iluminaba el prado más que la luna pero menos que el sol».
Jovencitas histéricas y monjas reprimidas daban en llamar la atención con fantasías de que el diablo visitaba sus cálidos lechos insomnes, cuando el perfume del azahar invade la noche y pone inéditos hervores en la sangre. Además, ¿qué mejor excusa para un embarazo culpable?
Sólo así se explica que los casos de posesión diabólica se redujeran drásticamente en cuanto el papa Inocencio VIII, autor de la encíclica Summa desiderantes, declaró en 1484 que «muchas personas se entregan a demonios súcubos e íncubos» y que tal copulación constituía delito de herejía.
Pero ya la terrible maquinaria estaba en marcha y su inercia la impulsaba. Retorcidas mentes de clérigos sexualmente frustrados y quizá celosos de sus feligreses comenzaron a lucubrar sobre la lujuria del diablo y le inventaron una historia sexual. La bruja poseída por el diablo podía ser reo de hoguera: había que detectar la mala hierba allá donde estuviera y arrojarla al fuego purificador para que no inficionara al pueblo de Dios. El catecismo de los perseguidores de brujas sería —como ya hemos comentado— el célebre tratado Malleus maleftcarum, obra de Sprenger y Kramer, dos sádicos dominicos alemanes que sin duda hubieran hecho una brillante carrera a las órdenes de Hitler de haber nacido unos siglos después. En este libro se describen treinta y cinco formas distintas de torturar a una bruja.

Tanto esta entrada como la anterior están tomadas de Historia secreta del sexo en España de J. Eslava Galán

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