Durante todo el s. XVIII fue creciendo el número de barcos que integraban la Armada y, como consecuencia, se incrementaron simultáneamente las necesidades, tanto financieras como humanas. 
La recluta forzosa de la marinería aumenta el porcentaje de deserciones, especialmente cuando son mayores las dificultades monetarias. Más que una acción propiamente dicha, la deserción era un delito de omisión, una oposición a prestar un servicio en teoría voluntario. 

Todavía no hay en este siglo una marinería oficial, eran un gasto que la Hacienda no estaba en condiciones de sufragar. Los hombres que integraban la Armada procedían de lugares costeros, donde trabajaban como pescadores o marinos mercantes. Se alistaban en la “matrícula” para evitar el sorteo de quintas para el Ejército de Tierra. Eran en su mayoría jóvenes, entre 20 y 30 años, en plenitud de sus fuerzas, por lo que enrolarse en la matrícula les impedía emplearse en trabajos más ventajosos; por esto, la deserción se produce en todas las ocupaciones: oficiales, astilleros, marineros, grumetes y pajes. La picaresca era grande: cuando se tenía noticia de un nuevo reclutamiento, los hombres huían de sus casas; recurrían al engaño y a la mentira (afirmaban bajo juramento que nunca habían servido como marineros), daban el nombre de algún conocido o vecino suyo en quienes se castigaría el delito (conocemos muchos casos de personas que tuvieron que ser puestas en libertad, porque no coincidían con las señas de los desaparecidos: “Se dice de Juan Romero que era hijo de Francisco, natural de Puerto de Santa María, de buen cuerpo, moreno y falto de dientes, de veintidós años; al comprobar los datos del “marinero” alistado se dice de Juan Romero, apresado: hijo de Fernando Romero, natural de Sevilla en la colación de Santiago, buen cuerpo, delgado, moreno y lampiño, con toda su dentadura menos un diente y dos lunares en la barba y algunos hoyos de viruelas, de 24 años.”. Tuvo que ser liberado del servicio. 

En noviembre de 1728 se produce en Cádiz la deserción de varios hombres, unos 30, que se hallaban en dos situaciones distintas, un caso lo protagonizan, antes y después de recibir la paga, hombres que ya estaban sirviendo en navíos de la Armada; en el otro caso la deserción se produce entre los nuevos reclutas (algunos catalanes y valencianos, la mayoría mallorquines) que se dirigían a Galicia a raíz del naufragio de su transporte en las playas del Puerto de Santa María. 

Las autoridades se encontraban desbordadas por un delito tan general y solas para luchar contra él. No podían contar con el apoyo de la población, pues en casi todos los casos, por no decir en todos, apoyar al Rey y sus ministros habría sido luchar contra sus intereses particulares. No hay delaciones a la justicia sobre el paradero de los desertores, y si dan los nombres de otros, no es para acusarles sino para librarse ellos mismos. 

No pueden contar tampoco con los propietarios de los navíos mercantes, que ven disminuir su tripulación, o incluso peligrar su propia supervivencia, con estos reclutamientos. Para evitar la deserción sólo hay dos medios: o tener contentos a los marineros o recurrir a la fuerza. No suele ser fácil lograr lo primero porque el dinero no abunda y al ser un servicio prestado a la fuerza, estos hombres buscan la menor oportunidad para librarse de él. Siendo difícil tenerlos contentos, no se arriesgaban las autoridades a prescindir de un estrecho control y vigilancia, y el recurso a las tropas era, a pesar de las deficiencias, siempre preciso y, en último término, lo más efectivo y eficaz, aunque sólo fuera para prevenir. 

En cuanto a las penas que se aplicaban a los desertores, no se pueden conocer con toda seguridad. Parece que uno de los castigos consistían el a suspensión de las pagas durante un cierto tiempo. Es de suponer que no se mostrasen demasiado duros porque se arriesgaban a quedarse sin gente. 



Adelaida Sagarra y Nieves Rupérez 

Revista de Historia Naval nº 35