miércoles, 18 de abril de 2012

Ataque inglés a La Habana, 1762




El 15 de agosto de 1761, España y Francia firmaron el Tercer Pacto de Familia, para evitar que Inglaterra “se hiciera dueña absoluta de la navegación y compelerla a volver en sí para una paz razonable”. Carlos III se prometía humillar la soberanía de Inglaterra, conteniendo sus progresos en América. El 2 de enero de 1762, Inglaterra declaraba la guerra a España. España respondió el 17 del mismo mes “ordenando ejercer toda suerte de hostilidades permitidas contra los vasallos del Rey de Inglaterra”

La Habana era la plaza más fuerte de las Antillas, y durante las últimas guerras, era la que había causado más daño a los ingleses; así es que éstos pensaran acabar de un solo golpe con el más fuerte de sus enemigos, enviaron una gran escuadra y un enorme ejército para apoderarse de La Habana. A su favor tenían dos circunstancias: después del último conflicto (1747), se habían descuidado las fortificaciones, y las milicias del país habían perdido mucha de su organización pues el año anterior (1761) se había declarado la fiebre amarilla en Cuba, que causó muchas bajas entre la guarnición y la población de La Habana. 

Para desorientar a los españoles sobre el verdadero objetivo de los preparativos se hizo circular la voz de que se destinaban a atacar a Santo Domingo, muy próxima a la Martinica, bajo la férula inglesa; incluso se publicó la noticia en la Gaceta de Londres el 9 de enero. Las autoridades inglesas de Jamaica recibieron la orden de aprestar dos divisiones de infantería (4.000 hombres del norte de América y 2.000 de Jamaica). 

Al mando de Cuba se hallaba D. Juan Prado de Portocarrero, quién se esforzaba desde febrero de 1761 en reorganizar todas las tropas de la isla; montar y habilitar toda la artillería; reparar todas las obras del recinto; emprender y ejecutar las que había proyectado el anterior Gobernador. Pero el trabajo se demostró titánico e imposible, no había esclavos y apenas presidiarios adscritos a las obras; por lo que las reparaciones apenas se empezaron. Al poco, llegaron de Veracruz algunos presidiarios para las obras de fortificación. Trajeron la peste que se extendió rápidamente a la población, escuadra y cuarteles. De una población de 40.000 personas en La Habana, murieron algo más de 1.800, atacaba virulentamente a los europeos poco acostumbrados al calor del trópico.

A mediados de año, se incorporaron trece compañías de infantería, una de artillería y 200 dragones de Edimburgo. El Marqués del Real Transporte, comandante general de la escuadra de América, tenía a sus órdenes catorce navíos y seis fragatas en La Habana, tres navíos y una fragata en Santiago de Cuba, un navío y dos fragatas en Veracruz, y tres navíos y una fragata en Cartagena.

El 5 de marzo partieron de Spithead para Jamaica 64 buques de guerra y más de 10.000 hombres de a pie. Llegaron a Martinica el 26 de marzo, donde se unieron a las tropas del norte de América y de Jamaica. La armada inglesa sumaba 2.292 piezas de artillería, 12.041 hombres de desembarco más 2.000 peones negros, que sumados a las tripulaciones hacían un total de 22.300 efectivos.

El 27 de mayo cruzaron el Canal Viejo de Bahama en dirección a Cuba; el 2 de junio se encontraron con 11 embarcaciones españolas que iban a cargar madera a Jagua, después de un duro combate que duró dos horas consiguieron doblegar a los españoles. Al amanecer del día 6 de junio estuvieron a la vista de la capital los 53 buques de guerra y los 200 transportes de aquella formidable armada. Las fortificaciones de La Habana eran las mejores que tenía España en las Antillas. Pero todas ellas estaban dominadas por alturas de fácil acceso, la ciudad no era inexpugnable para una fuerza superior en número de hombres y cañones.
 
Pero, por mala suerte para España, el gobernador de la isla, Prado de Portocarrero era un general poco apto y pusilánime. El 21 de mayo, quince días antes que los ingleses, llegó un hombre cubierto de barro hasta la antesala del palacio del Gobernador. Como no eran horas de audiencia fue despedido ásperamente. Cuando dos días después el Gobernador se dignó recibirle, desestimó el valor de sus noticias  al saber que era un traficante de Santiago con Jamaica. El gobernador dudaba mucho que una flota se atreviera a pasar por el Canal Viejo de Bahama. Incluso cuando la flota inglesa se presentó ante la plaza y fue observada por los vigías, el gobernador hizo volver las tropas a los cuarteles. Sólo varias horas después, cuando los ingleses iniciaron el desembarco reaccionó, nerviosamente ordenó la movilización de las milicias. 

Se envió a toda la maestranza de artillería para formar y artillar varios reductos para entorpecer el desembarco inglés, el más importante La Cabaña protegido por la milicia ciudadana. Al anochecer 2.000 ingleses fueron a reconocer la posición y se produjo un tiroteo, dispersándose las milicias; se abandonó despreocupadamente una posición ventajosa. Por otro lado se renunció a la defensa móvil de los buques en la bahía interior barrenando tres navíos a la entrada de dicha bahía. Fueron quitados los aparejos al restos de los navíos que, protegidos sus cubiertas y costados con sacos de tierra, sirvieron de baterías flotantes, concentrándose en los castillos y plazas las tropas regulares, y ordenándose que salieran de ella las personas inhábiles. Fuera de las murallas operaban aisladamente dos compañías de infantería, además de varios grupos de ciudadanos: el alcalde de Guanabacoa, D. José Antonio Gómez de Bullones, reunió un ardoroso núcleo de adictos en cuerpo de guerrillas y salió al paso de los ingleses conteniendolos durante varios días, haciéndoles infinidad de prisioneros y muertos. Por tal motivo, aún hoy, se denomina a Guanabacoa “la villa de Pepe Antonio”.

Los ingleses comenzaron el ataque al Castillo del Morro el 13 de junio, talando los árboles que había en su pendiente para instalar una batería de cañones. Los ingleses lanzaron más de 2.000 bombas sobre la plaza para proteger el trabajo de sus zapadores. Una salida nocturna para destruir el trabajo de los ingleses se saldó con derrota y pérdida de 500 vidas de soldados veteranos españoles. El 1 de julio los ingleses acercaron 3 navíos con 288 piezas de grueso calibre a tiro del Morro, comenzó el cañoneo. Después de 6 horas de lucha los ingleses comprobaron que la defensa del Morro la dirigía un genio heroico, D. Luis de Velasco, quién al mando de 18 piezas grandes más 12 piezas pequeñas, hizo frente y derrotó el intento de los ingleses de tomar el Morro. El día 2 los ingleses volvieron a intentarlo, pero Velasco volvió a demostrar su dominio de las técnicas de artillería, con proyectiles y ollas de fuego consiguió destruir las dos líneas de trincheras paralelas que un millar de ingleses tardaron 3 semanas en construir.

Las penalidades de los ingleses iban en aumento. Las enfermedades traídas de la Martinica y visiblemente aumentadas por la insalubridad del clima y lo penoso del servicio, han reducido el ejército a la mitad de su número, 5.000 soldados y 3.000 marineros estaban postrados por diversos males, al paso que la falta de buenos alimentos desespera a los enfermos y retarda su curación, siendo el mayor de los males la escasez de agua. Los ingleses se daban cuenta que disminuían sus esperanzas de éxito a medida que avanzaba la estación de los huracanes.

El 15 de julio, D. Luis de Velasco, con una fuerte contusión en la espalda, tuvo que retirarse a la ciudad a descansar. El nuevo jefe, capitán de navío D. Francisco de Medina, propuso cambiar el modo de la defensa en su deseo de ahorrar sangre y municiones, apostó a la gente detrás de las cortinas  y baluartes; así no pasaron de 250 las bajas de aquella guarnición en los nueve días que Medina defendió aquel fuerte. Pero esto permitió a los ingleses reforzar sus paralelas con dos baterías más de obuses y cañones, a la vez que avanzaban los trabajos en dos minas bajo los baluartes más sobresalientes (Tejada y Austria). El 18 de julio, bonita fecha ¿eh?, el capitán D. Fernando Herrera al mando de migueletes catalanes (todavía no existía el separatismo discutido y discutible) y un grupo de negros escogidos realizó una salida hacía San Lázaro, sorprendiendo a los centinelas ingleses, degolló a más de veinte hombres, hizo prisioneros a su comandante y a 16 más, poniendo en fuga a los restantes; clavó 16 piezas de cañones y cuatro de obuses, e incendió y desbarató la batería. Cuando los ingleses airados acudieron al contraataque, ya estaban fuera de su alcance. 

El 24 de julio, mejorado de su golpe, Velasco volvió al Morro para defendelo. Esto fue conocido en el campo inglés por la viveza con que, de repente, empezaron a disparar las baterías españolas. Desde el 25 al 28, disparó con tal tino que todo el trabajo inglés quedó paralizado, excepto en las dos minas que ya iban muy avanzadas. El día 24 habían desembarcado en La Chorrera los refuerzos que traían de Nueva York tres buques de guerra y un considerable número de transportes. El día 30 de julio, las minas inglesas estaban listas para explotar bajo los pies de los defensores del Morro. Al pedir Velasco órdenes al Gobernador en La Habana, este conminó la defensa del baluarte hasta el último hombre. Los ingleses prepararon el ataque acercando varios navíos a la costa para bombardear a los defensores, al mediodía del día 30 hicieron estallar las dos minas. No estaban bien preparadas y los dos baluartes aguantaron casi intactos, pero el teniente Forbes al mando de 20 granaderos le echó cojones y se encaramaron por la pequeña brecha  que se abrió. Superaron a la guardia española y se apoderaron del bastión. Cuando los españoles reaccionaron, el mismo Velasco tomó la delantera en el contraataque. Pero le penetró una bala en los pulmones, cayendo al suelo, ordenó con su último aliento “que a ningún cobarde le confiaran la defensa del pabellón nacional”. Fueron pereciendo agarrados a la bandera, un capitán de Aragón (D. Antonio Zubiría), su alférez (D. Marcos Fort); dos tenientes de navío (D. Andrés Fonegra y D. Hermenegildo Hurtado de Mendoza); dos oficiales subalternos de marina (D. Juan Pontón y D. Francisco Ezquerra); dos oficiales subalternos del Fijo (D. Martín de la Torre y D. Juan de Roca Champe); así como el Marqués González. Reducida la guarnición a menos de la mitad de su número, y con los ingleses entrando a borbotones, el capitán de granaderos de Aragón D. Lorenzo Millá, izó bandera blanca. El general inglés Keppel se precipitó a la sala donde curaban a Velasco, lo reconoció entre los demás heridos por la expresión noble y guerrera de su rostro; lo abrazó y lo dejó libre para pasar a curarse en la ciudad o por los mejores cirujanos de sus tropas. Aunque sus heridas no eran de muerte, su fiebre era tan alta que deliraba, era indispensable extraerle la bala; pero tuvieron que profundizar tanto, que le sobrevino el tétanos, falleciendo a las cuatro del 31 en brazos de su sobrino, siendo enterrado el 1 de agosto en el convento de San Francisco, disparando los dos bando salvas en honor del héroe. Así a los 44 días de trinchera abierta, terminó una de las defensas más gloriosas, que había costado más de 1.000 vidas a los españoles y más de 3.000 a los sitiadores. 

Minutos después de ondear la bandera enemiga en las almenas del Morro, el Gobernador ordenó que el castillo de La Punta dirigiera sus fuegos sobre el Morro. A las seis de la tarde, no era más que un montón de escombros el castillo que se había perdido.

El 1 de agosto arribó un nuevo convoy de Nueva York con más de 2.000 hombres. Para proteger el arsenal mandó el Gobernador ocupar la loma de Atares, donde se colocaron algunas piezas, pensando así prolongar la defensa.
 

El 10 de agosto, los ingleses hicieron llegar una carta al Gobernador conminándole a la entrega de la plaza. El Gobernador no se avino, en la noche del 11 de agosto los ingleses redoblaron sus ataques al castillo de La Punta, desde sus baterías en tierra y desde los navíos que habían introducido en la bahía después de haber superado la custodia de la entrada del puerto.


Al finalizar el día 11 de agosto sólo quedaba pólvora para mantener el combate cuatro o cinco horas seguidas; los ingleses habían abierto brechas en el castillo de La Punta, haciendo inevitable el asalto; se resolvió solicitar una honrosa capitulación, pidiendo una suspensión de armas por 24 horas para redactar en ellas los artículos de la capitulación.


El 12 de agosto de 1762 se firmó la capitulación entre el almirante Jorge Pockok, caballero de la Orden del Baño y el Conde de Albermale, comandante de la Escuadra y del Ejército de S. M. B., y el Marqués del Real Transporte, comandante general de la Escuadra de S. M. C. en América, y D. Juan de Prado, gobernador de La Habana, para la rendición de la plaza y navíos españoles en su puerto.

El número de bombas y granadas arrojadas por el enemigo, según el más arreglado cómputo ascendió a 21.174 (18.104 contra el castillo del Morro y las 3.070 restantes contra el de La Punta y demás baluartes de la plaza, cuerpo de la ciudad, navíos y demás embarcaciones. Y la pérdida de gente, comprendidas las tropas de Tierra y Marina, tripulaciones de la Escuadra, milicias de todos colores y gente de tierra adentro, se consideró de 2.910 hombres, sin incluir en este número al pie de 800 a 900 negros esclavos de particulares, que han perecido en los trabajos del Morro. 
Parte firmado por D. Juan de Prado Portocarrero, gobernador de La Habana.
 

El honor militar se había salvado, pero hubo 1.297 muertos y 1.313 heridos, de los 5.000 hombres que habían intervenido en la defensa de La Habana, con 4.000 fusiles, utilizando el resto armas de fortuna (tercerolas, lanzas, chuzos y machetes). El asedió duró 67 días. Se perdieron 17 navíos de diversa consideración. Los ingleses contaban con 15.000 soldados veteranos; la escuadra aparejaba 1.842 cañones más otros 200 desembarcados; 4.000 peones negros y 15.000 tripulantes.
 

El 8 de septiembre fue convocado el Cabildo Municipal de La Habana, y cuando entró Albermale pronunció un discurso en el que declaró que, conquistada la ciudad por las armas, el verdadero Soberano era Jorge III, a quién debían jurar obediencia y vasallaje. Al instante, el alcalde D Pedro Santa Cruz dijo en voz alta: “Milord, somos españoles y no podemos ser ingleses; disponed de vuestros bienes y sacrificad nuestras vidas antes que exigirnos juramento de vasallaje a un príncipe para nosotros extranjero. Vasallos por nuestro nacimiento y nuestra obligación jurada del Señor Carlos III, Rey de España, ése es nuestro legítimo monarca, y no podríamos, sin ser perjuros, jurar a otro. Los artículos de la capitulación de esta ciudad no os autorizan legalmente más que a reclamar de nosotros una obediencia pasiva y ésa ahora os la prometemos de nuevo y sabremos observarla.”

El 22 de noviembre se firmaron los preliminares de un tratado de paz, que serían ratificados el 10 de febrero de 1763 en Versalles, cediendo España los ruinosos presidios de Florida y los territorios al este y oeste del Mississippí, recibiendo, como indemnización de Francia, la Luisiana. El 4 de marzo se publicó la terminación de las hostilidades. Carlos III ordenó a Madariaga, gobernador de Santiago, que tomara posesión de La Habana en nombre de su Soberano, con este cometido salió de Santiago el 16 de junio. Los ingleses, haciendo honor a su fama, antes de abandonar la ciudad, destruyeron el arsenal y todo el material susceptible de ser aprovechado por los españoles. 
La Habana volvía a ser española.
 

Pilar Castillo Manrubia. Bibliotecaria del Estado Mayor de la Armada. 1990
Revista de Historia naval nº 28

No hay comentarios:

Publicar un comentario