miércoles, 26 de enero de 2011

Barbarroja en Tolón

En 1543, Francisco I, el rey cristianísimo de Francia, firmó su primera alianza con Solimán de Estambul, y Jeredín (Kair-ed Din) Barbarroja fue enviado a Marsella.

Jeredín, de camino, alcanzó algunas presas, pero parecía decidido a atenerse estrictamente a su misión, cuando el gobernador de Regio, puerto del estrecho de Mesina, cometió la imprudencia de disparar un cañonazo sobre la armada otomana, gesto que exasperó al irascible capitán bajá en grado tal que contrariamente a sus intenciones desembarcó doce mil hombres, sometiendo la ciudad a un bombardeo tan enérgico que a poco tiempo la obligó a abrirle sus puertas.

Como de costumbre, Barbarroja se llevó gran número de cautivos; pero esta vez él mismo fue hecho prisionero. Entre las mujeres capturadas se hallaba la hija del gobernador; una encantadora joven de 18 años. El corsario se enamoró de ella hasta el punto de convertirla en su esposa, pese a su edad que la tradición fija en 90 años, ofreciéndole, como regalo de bodas, la libertad de sus padres.

Los primeros días de su luna de miel tuvieron por teatro la ciudad de Civitavecchia, donde la recién casada pudo asistir por vez primera a una incursión de corsarios berberiscos en gran escala.

A continuación, Jeredín se dirigió a Marsella, donde le esperaba una recepción triunfal. En honor de Barbarroja fue arriado el pabellón del almirantazgo francés, la bandera de Nuestra Señora, y se izó en su lugar la Media Luna.
Terminadas las ceremonias, el corsario, sintiendo gran aburrimiento, salió para Niza, que por entonces formaba parte del ducado de Saboya y donde pasó algunos días sin gran provecho, gracias a la encarnizada defensa puesta en pie por Paolo Simeón, caballero de Malta y antiguo prisionero de Jeredín. Entonces se instaló sobre la costa de Tolón, donde él y sus hombres se mostraron como los huéspedes más onerosos y los menos agradables para sus aliados. Entre los cientos de esclavos que remaban en sus galeras, había numerosos franceses, y era natural que sus aliados le pidiesen la libertad de estos. No solamente Barbarroja se negó a soltarlos, aunque morían como las moscas víctimas de la peste, sino que reemplazó a los muertos emprendiendo golpes de mano contra las vecinas aldeas francesas. Y cuando los pobres diablos exhalaban su último suspiro, se oponía a que tocasen las campanas para llamar a los devotos a misa: a sus ojos el carrillo era “el instrumento de música del Diablo”.

Para colmo, dejó a cargo del tesoro francés los gastos de alimentación y los sueldos de sus tripulantes. De cuando en cuando, se dignó enviar al mar una escuadra para fastidiar al Rey de España, fingiendo cumplir así con los términos de su misión. Prolongaba su estancia en Tolón “ocupado perezosamente en vaciar las arcas del rey de Francia”.

Finalmente, a los franceses se les agotó la paciencia. Aquella visita les costaba demasiado caro. Pero la despedida de Barbarroja tampoco resultó barata, puesto que antes de emprender el camino de vuelta, cobró una cuantiosa suma para sí mismo y para pagar los sueldos de sus hombres hasta el regreso al Bósforo, como también para rescatar a 400 esclavos musulmanes que remaban en las galeras francesas.

Este fue su último viaje, pasó el resto de sus días construyendo una magnífica mezquita y un sepulcro monumental, del que tuvo necesidad en julio de 1546.
Durante muchos años después de su muerte, ningún barco otomano salía del Cuerno de Oro sin un rezo y un saludo al más grande marino turco y más poderoso pirata del Mediterráneo.

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