lunes, 19 de diciembre de 2011

Prostitutas

Soldadera, amafia, bagasa, bordelera, buscona, dama de medio manto, hembra mundanal, mujer errada, pendenga, rabiza, cantonera, moza del partido.... con todos estos nombres se hacía referencia en la Edad Media a las numerosas prostitutas que habitaban las ciudades y los pueblos. No todos significaban lo mismo, puesto que no era la misma la que se ejercía diariamente en los burdeles; la ocasional y encubierta, no reconocida, practicada en la calle, los mesones, las tabernas, las ventas, los baños públicos, las casas particulares e incluso en la corte; y la que resultaba de una coerción ejercida sobre las mujeres por su señor, padre, marido o alcahuete de turno.

La mayoría de las prostitutas eran víctimas de la pobreza o bien de alguna situación de desarraigo familiar. Otras corrieron la misma suerte tras ser violadas, una situación que en la época acarreaba la infamia para la mujer; o bien por haber dejado a sus maridos como consecuencia de una infidelidad o incompatibilidad.

Era habitual que las prostitutas procedieran de lugares distintos a aquel donde ejercían su oficio. Hablar de “vida fácil” respecto a estas mujeres resulta bastante inexacto en cualquier época, más aún en la Edad Media, durante toda su “carrera” les acechaban peligros y amenazas de toda clase. Estaban expuestas en todo momento a contraer enfermedades venéreas. Pero peor aún era el envejecimiento, que les iba quitando paulatinamente los clientes y, con ellos, el sustento. Cuando quedaban privadas definitivamente de clientela encontraban escasas alternativas de subsistencia: la mendicidad, la alcahuetería, la ayuda de instituciones religiosas o de sus mismas compañeras.

Algunas prostitutas las más afortunadas, podía permitirse trabajar por su cuenta, pero la mayoría se integraba en un burdel (mancebía) o bien dependía de un alcahuete, hombre o mujer, que les proporcionaba clientes y una habitación donde vivir y realizar su actividad. Las autoridades actuaron a menudo contra los alcahuetes, que se beneficiaban de las ganancias de las pupilas, imponiéndoles penas económicas e incluso el destierro.


                     Detalle de la "Casa de la muñeca" Burdel de Garganta de la Olla, propiedad del Obispado (Foto: Yaye)

El burdel estaba organizado por la autoridad y regulado a través de meticulosas ordenanzas. Cada ocho días un médico visitaba la mancebía, con el objetivo de evitar la propagación de enfermedades venéreas. Eso sí, para proteger el honor de las mujeres honestas y que las prostitutas no tuvieran contacto con ellas, las mancebías se trasladaron a zonas concretas de la ciudad, especialmente extramuros, o bien se cerraban sus calles mediante tapias de adobe o muros con puertas. Esta segregación servía también para evitar alteraciones del orden público.

También se promulgaron leyes que exigían que las prostitutas llevaran algún distintivo en su vestimenta: tocas azafranadas, mantillas cortas, faldas amarillas o púrpuras, y, en la cabeza, llamativos adornos y cintas de color rojizo. Se les prohibía llevar tejidos y prendas como pieles, sedas, paños de calidad, capirotes y zapatos lujosos, adornos de oro, plata y joyas. Tampoco podían usar velos, tocas, ni mantos u otras ropas de abrigo que se reservaban para las mujeres decentes. También se les imponían ciertos períodos de abstinencia, como en Semana Santa: según una orden de 1373 en Barcelona se recluía a las prostitutas desde el Miércoles Santo en el Monasterio de Santa Clara

Pero, a pesar de las críticas, los reyes eran conscientes de que con las prostitución se evitaban otros problemas y que, además, reportaba beneficios económicos. Y es que las cargas de impuestos a las prostitutas, desde el reinado de Enrique III, beneficiaron a los reyes y a las ciudades, además de ser una medida importante en el control de este oficio. La dotación de tierras para construir casas de citas aportó ganancias añadidas a los municipios.

La prostitución fue una institución fundamental en la cultura medieval, que la toleró y la reguló. Pero al mismo tiempo las prostitutas fueron víctimas de una sociedad que ofrecía nulas salidas a las mujeres (fuera del matrimonio o el convento) y sufrieron las críticas y la marginación.

Tomado de Pilar Cabanes, National Geography Historia nº 87

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Los corsarios moriscos de Salé-Rabat durante el siglo XVII

En torno al castillo de Hornachos, a 50 kms de Mérida, y en la provincia de Badajoz, se agrupaban unos 3.000 habitantes que pese a las presiones de la Iglesia seguían refractarios al cristianismo.


Tenían fama de poseer bastante dinero y algunos los acusaban de saltear caminos e incluso de monederos falsos, habían comprado a Felipe II, entre otros privilegios, el de tener armas ofensivas y defensivas por 30.000 ducados. Se les achacaban algunas muerte y se juntaban en Consejo de Estado en una cueva de la Sierra de Hornachos; como muchos de ellos eran arrieros, tenían un bueno conocimientos de lo que ocurría en España, no descartando sus tratos con marroquíes y turcos.

El Rey Felipe III los expulsó explícitamente, mediante Bando de 9 de diciembre de 1609, tras los de Valencia. La cifra de expulsados oscila entre mil y tres mil; lo cierto es que llegaron a Marruecos en 1610 y tras un tiempo en Tetuán, el Sultán alauí decidió su traslado a las orillas del Río de los Barrancos (Bu Regreg) que desemboca en el Atlánticos y en su margen derecho tenía un importante puerto en Salé.

Único puerto que escapaba al control, primero portugués y actualmente español, de la costa atlántica marroquí. El Sultán pretendía utilizar a los belicosos moriscos contra España, ya que esta apoyaba a uno de sus hermanos que se había hecho fuerte en Fez y le disputaba el sultanato. Los españoles habían ocupado Larache en 1610 y en 1614 tomarían La Mamora (hoy Mehedia).

No obstante, en la zona de Salé quien realmente dominaba era el morabito Sidi El Ayachi, portavoz de la Jihad, quién vio, a su vez, la oportunidad de usar a los moriscos no sólo contra los españoles, sin también contra el mismo Sultán, a quien consideraba un tibio en la lucha contra los cristianos.

Los hornacheros, siendo gentes de tierra adentro, revelaron una notable habilidad, no sólo al convertirse en armadores de una importante flota que pronto sería la pesadilla de los buques cristianos, sino también supieron explotar en su beneficio las rivalidades entre el Sultán y El Ayachi, hasta el punto que se convirtieron en los corsarios más importantes de la costa atlántica marroquí, llegando a ser los principales motores de la caída y muerte de El Ayachi.

El auge del corso en el Atlántico pasó de unos primeros ataques a las Canarias, procedentes de los corsarios argelinos, a una serie generalizada de asaltos no sólo a naves españoles, sino también a francesas, inglesas y en ocasiones holandesas, pese a que los Países Bajos ayudaron notablemente al desarrollo del corso en Salé, con el fin de roer las ancas al león español.

Cuando en 1614 los españoles ocuparon La Mamora, muchos corsarios europeos que invernaban allí pasaron a Salé-el-Nuevo (hoy Rabat), con lo que engrosaron los conocimientos de los hornacheros sobre los asuntos marítimos. La riqueza aumentaba debido a las rentas de aduanas y a las presas marítimas, por lo que los hornacheros concibieron la idea de independizarse del Sultán; para ello, como no eran más de 3.000, decidieron traer a los moriscos que vivían en Marruecos. Pagaron el viaje a moriscos de Cádiz, Llerena, Sanlúcar, Córdoba, Valencia, etc, y pronto unos 8.000 moriscos construyeron La Medina, urbe no fortificada, que aún hoy podemos visitar en el Rabat antiguo. Sin embargo, se reservaron para ellos el Cabildo o Diwan, compuesto por los 14 hornacheros más ricos, que eran quienes dirigían los asuntos, como lo hacía en Hornachos antes de la expulsión. El idioma oficial era el español, el árabe apenas era utilizado por la mayoría de los moriscos, si bien en Salé y en su fortaleza se hablaban todas las lenguas del Islam y la Cristiandad. Este excesivo egoísmo de los hornacheros iba a constituir el germen de su futura caída a manos de los moriscos y de ambos a manos de los marroquíes.

En 1627, los hornacheros se encontraron lo suficientemente fuertes como para desenmascararse, por lo que mataron al caíd marroquí y expulsaron a los soldados de la fortaleza, negándose a pagar el diezmo al Sultán. Esta independencia de Marruecos tendrá una repercusión muy superior a la que se podría esperar, ya que los ataques a los barcos cristianos que venían de América se incrementaron, aumentando el número de los cautivos cristianos que luego revendían en Salé-la-Nueva a las órdenes religiosas.

La hegemonía hornachera sólo iba a permitir al resto de los moriscos beneficiarse del zoco y del comercio con los marroquíes de la región, limitando este comercio a los productos agrícolas y ganaderos. Pero las potencias europeas comenzaban a resentirse de las actividades de la flota corsaria de Salé. La flota corsaria llegó a contar con 60 barcos, pequeños, de poco calado, manejables y ligeros, llegaron a alcanzar Inglaterra (unos 200 cautivos en Plymouth), Irlanda, Islandia (en 1627 hicieron 400 cautivos en Reykiavik) en incluso Terranova.

Para el cardenal Richelieu, primer ministro de Luis XIII, no había diferencia entre unos y otros, corsarios moriscos o marroquíes, por lo que envió la flota del almirante Razilly contra los corsarios. Por aquel entonces habían atacado unos 1.000 barcos cristianos , haciendo más de 6.000 cautivos que pasaron por las mazmorras de lo que hoy sigue denominando Torre del Pirata, dos terceras partes eran franceses.

La armada francesa, 7 embarcaciones, bombardeó la fortaleza de los hornacheros quienes respondieron al ataque con fiereza. Se produjo un enfrentamiento entre los hornacheros y el resto de los moriscos españoles que degeneró en guerra civil. El gobernador de los hornacheros, Abd-el-Kader Cerón, tuvo que llegar a un acuerdo con los franceses, por el que se liberaron varios cautivos de rango mediante un rescate de 265 libras por cautivo, cuando el precio normal de un oficial subalterno era unas 60 libras. Se decretó una tregua entre Francia y la Republica de los hornacheros.

Los hornacheros, sitiados en su fortaleza, eran unos 1.000 hombres y se enfrentaron a más de 8.000 moriscos durante todo el año 1630, sólo se consiguió un acuerdo entre ambas partes ante el temor a ser aniquilados ambos por los marroquíes del lugar. Entre otros puntos se acordó que el Diwan estaría compuesto por 16 miembros, elegidos en igual número entre hornacheros y moriscos; y las rentas derivadas de los derechos de aduanas y de las presas marítimas se repartirían a partes iguales entre hornacheros y moriscos.

La República seguía gobernada desde la fortaleza, pero con un gobernador hornachero y otro morisco, elegidos anualmente y que respondían ante el Diwan.

Al año siguiente, 1631, la situación cambió como tantas veces en la frontera maleable del Mediterráneo. El morabito El Ayachi atacó a la República, al negarse los hornacheros a pagarle tributo para atacar a los españoles de La Mamora. Es entonces cuando ambos gobernadores, el morisco Caceri y el hornachero Cerón, pidieron ayuda al nuevo Sultán, que era hijo de morisca. Mientras, el Duque de Medina-Sidonia, capitán general del Océano y las Costas de Andalucía, envió vituallas y pertrechos desde La Mamora para evitar la caída de la fortaleza en manos de El Ayachi. El Duque de Medina-Sidonia hará llegar al Rey Felipe IV la respuesta del Diwan a la propuesta española de entrega de la fortaleza. El Diwan estaba dispuesto a entregar la fortaleza si se les reconocía el derecho a mantener su religión mahometana, a pagar los mismos impuestos que en tiempos de Felipe II, y a la prohibición por 20 años de la Inquisición.

Si bien el Rey y su confesor estaban de acuerdo en llegar a un entendimiento con los corsarios moriscos, el Consejo de Estado se manifestó en contra, pues repugnaba a sus conciencias el mantener tratos con musulmanes que además eran piratas.

Los tratos continuaron durante toda la década de los 30, pues al estallar la segunda guerra civil entre hornacheros y moriscos, el Duque de Medina-Sidonia comunicó a los hornacheros que aquellos que quisieran abrazar el catolicismo serían perdonados en España y recibirían tierras en igualdad de condiciones que el resto de los españoles; aquellos que decidieran seguir siendo mahometanos podría comerciar tranquilamente con España, pues se les asignaría un puerto español exclusivo para tal comercio. No se pudo ultimar este proyecto porque el Sultán se adelantó a llegar a un entendimiento con los moriscos a cambio de unos cautivos ingleses. Un gran triunfo para las armas y la cultura española fue la captura de la nave del Sultán con su biblioteca y que sería la base de la Biblioteca Árabe de El Escorial.

En diciembre de 1640 España perdía Portugal y su Imperio ultramarino, a partir de este momento ya no será una potencia en la costa atlántica marroquí, perdiendo todo interés por los moriscos del castillo de Salé, pues ya no podía mantener ese frente abierto, teniendo problemas en Portugal, Cataluña y Flandes. Sólo tres años después los Tercios españoles perderán su fama de imbatibles en los campos de Rocroi.

El Ayachi consideraba a los moriscos “úlcera cristiana en el Islam” y estaba dispuesto a acabar con ellos. Pero fue traicionado y asesinado en abril de 1641 por una tribu aliada. El Señor de Dilá, un bereber, se convirtió “de facto” en el protector de Salé consiguiendo parar la guerra civil entre hornacheros y moriscos. Esta situación se mantuvo hasta 1660 cuando el príncipe de Salé, hijo de aquel señor de Dilá, fue expulsado de la fortaleza de los hornacheros por el morisco Ahmed el Jadir ibn Gailán, quién será el último morisco de origen español que gobernará la decadente República de Salé. Este será derrotado en 1666 por Mulay er-Rachid, creador de la dinastía que perdura desde entonces en el trono de Marruecos.

Los nombres de hornacheros aún existen en Rabat( Blanco, Zapata, Vargas, Galán, Flores, Merino e, incluso, Santiago), los de moriscos son muy reconocibles (Carasco, Palomino, Medina, Toledano, Menino, Valenciano, Narváez, Aragón, Moreno, etc.) y una de sus aportaciones más perdurables consiste en la regularidad de sus calles, cuatro calles principales y dos vías transversales.

El corso se mantendría, bajo el control del Sultán de Marruecos, hasta el primer tercio del siglo XIX.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Cambios

Como veis estoy haciendo algunos pequeños cambios en el aspecto visual del blog.

Aún es provisional

Seguiremos informando

El Greco, el primer objetor fiscal

En el año 1603 El Greco recibió el encargo de realizar el retablo de la capilla mayor de la Iglesia del Hospital de la Caridad de Illescas; no sólo se trataba de pintar los lienzos sino también de elaborar las esculturas y su traza arquitectónica. El conjunto de las pinturas del retablo estaba constituido por cuatro obras: La Virgen de la Caridad, La Coronación de la Virgen, La Natividad y La Anunciación. En el momento de firmar el contrato, nuestro artista recibió 1.000 ducados como entrega a cuenta del precio final. Dicen las crónicas que cuando el retablo fue finalizado en el año 1604, el recaudador de Illescas exigió al artista el pago de la alcabala.

La alcabala era un impuesto que se recaudaba desde la Edad Media y que gravaba las compra-ventas en un porcentaje del 10% sobre el precio. Por tanto, el alcabalero de Illescas interpretó que la entrega de los lienzos a los patronos del Hospital de la Caridad producía el devengo del impuesto y la obligación de abonar la cuota tributaria de 50.000 maravedíes.

Sigue diciendo la tradición que El Greco se opuso vehementemente a las exigencias del recaudador, alegando que el arte de la pintura estaban por encima de la actividad artesanal y que, por tanto, no debía estar sometido a los impuestos. Planteado el conflicto ante el Consejo de Hacienda de Felipe III, El Greco obtuvo el apoyo de ese importante órgano y no tuvo que pagar la alcabala, estableciendo un importante precedente para la exención impositiva de los artistas.
Más de un siglo después de la muerte del pintor cretense -en 1724-, Antonio Palomino recogió en su obra Museo Pictórico la historia del proceso ganado ante la Hacienda Real con estas palabras:
Que un alcabalero de dicha villa (Illescas) le apremió a que pagase la alcabala; y de ahí procedió el primer pleito que tuvo la Pintura de esta calidad; en que la defendió tan honradamente, que lo venció a favor de la Pintura el año de 1600 y así le debemos inmortales gracias a Dominico Greco todos los profesores de esta facultad, por haber sido el que rompió con tal fortuna las primeras lanzas en defensa de la inmunidad de este arte; y en cuya ejecutoria se fundaron los demás juicios
También cuenta Palomino en su obra que El Greco tenía la costumbre de empeñar sus pinturas, en vez de venderlas, a las instituciones religiosas o a los particulares que querían adquirirlas. Mediante este fraude de ley se conseguía que no se cumpliese el hecho imponible de la alcabala al no existir formalmente una venta. Como ejemplo de lo anterior, cita el caso del hermoso lienzo El Expolio, que se encontraba empeñado en escritura pública -y no vendido- a favor del Obispado de Toledo.

¿Existió el pleito de El Greco contra la Hacienda Pública?

Aunque no se ha conservado la documentación del famoso pleito de Doménikos Theotokópoulos contra el alcabalero de Illescas, parece ser que este proceso existió. Es posible realizar esta afirmación porque en 1625, es decir, sólo once años después de la muerte del artista, el fiscal del Consejo de Hacienda demandó al pintor Vicente Carducho, y a otros pintores madrileños, porque no pagaban la alcabala. Dentro de los legajos de este proceso judicial aparecen varios documentos que confirman la veracidad de la victoria de El Greco sobre el alcabalero de Illescas. Uno de estos manuscritos es el memorial del licenciado Juan Alonso de Butrón, abogado de los Reales Consejos, donde se afirma lo siguiente:
los pintores defienden su arte con las inmunidades que lo hicieron libre desde su nacimiento ...Dicen que no ciñen las palabras de la ley las obras de sus manos, por ser sólo acomodar el ingenio con este arte al objeto que se trata de pintar
Añadiendo el licenciado Butrón:
que, en conformidad de lo referido, el Consejo de Hacienda ha sentenciado a favor de la pintura, en el pleito que el alcabalero de Illescas trató con Dominico Greco sobre los 50.000 maravedíes de la alcabala del retablo, que hizo para la Iglesia de la dicha villa, y que el Consejo debe juzgar por esta decisión este pleito.

Además, Vicente Carducho y el resto de pintores acusados de no abonar la alcabala presentaron la siguiente prueba: una nuestra carta de ejecutoria ganada en el dicho nuestro Consejo de Hacienda. Por donde se demostraba que habiendo pedido un arrendador de alcabalas la alcabala de la pintura de un retablo, por sentencia vista y revista del dicho nuestro consejo había sido dado por libre el pintor a quien se pedía.

El precedente de El Greco convenció al Consejo de Hacienda del rey Felipe IV y, mediante sentencia de 11 de enero de 1633, confirmó que los pintores quedaban exentos de la alcabala cuando vendían sus obras, pero no cuando transmitían lienzos de otros pintores: los pintores no paguen alcabala de las pinturas que ellos hicieren y vendieren, aunque no se les hayan mandado hacer, y con qué se haya de pagar alcabala de las que vendieren, no hechas por ellos, en sus casas, almonedas y otras partes.

La sentencia favorable del Consejo de Hacienda y los documentos del licenciado Butrón y del resto de artistas, en una fecha tan cercana al momento en el que debió acontecer el pleito de Illescas, llevan a pensar que éste debió existir con casi total certeza.

Otros pleitos de El Greco

No solo pleiteó nuestro artista contra la Hacienda Pública española del siglo XVII, también mantuvo muchos contenciosos por el precio de los cuadros que le encomendaban las instituciones religiosas y los nobles. En aquella época era habitual que cuando se encargaba un lienzo se abonara un anticipo al artista y que, finalizada la obra y a la vista de su calidad, se fijara el precio de venta definitivo por acuerdo entre las partes o, en su defecto, por tasación de peritos. El problema fue que El Greco tenía en muy alta estima el valor de su obra, mientras que los compradores le ofrecían precios más bajos en consonancia con los que era habitual pagar en nuestro país a otros pintores, arquitectos y escultores.

Por este motivo, Doménikos Theotokópoulos inició largos procesos judiciales contra los patronos del Hospital de Illescas, por los lienzos de la Iglesia del Hospital de la Caridad, con el Obispado de Toledo, debido a la valoración de El Expolio, y con el sacerdote de la Iglesia de Santo Tomé de Toledo por El entierro del conde de Orgaz. Desgraciadamente, la maltrecha economía del pintor cretense le obligó, tras muchos años de conflicto, a alcanzar acuerdos insatisfactorios y a conformarse con precios inferiores a sus pretensiones. Conociendo ahora el inmenso valor que tendrían estas obras maestras de la pintura, parece todavía más sangrante la poca generosidad de los eclesiásticos y nobles de nuestro Siglo de Oro.

Antes de instalarse en España, Doménikos había vivido en Italia durante muchos años y estaba acostumbrado a que, en aquella tierra, los príncipes y cardenales que adquirían sus obras le considerasen un artista y lo valorasen como tal en la jerarquía social. Cuando llegó a Toledo se encontró que, desgraciadamente, los mismos estamentos sociales le calificaban como un humilde artesano, no sólo a la hora de pagarle sus obras sino también al asignarle un estatus social. Ésta es la causa de la intensa actividad legal que desplegó en nuestra patria para lograr que su pintura fuera considerada un arte noble y digno.

No sólo El Greco emprendió esta lucha, hay constancia de que los pintores y escultores españoles impulsaron, a partir de mediados del siglo XVI, una decidida campaña para mejorar su posición en la sociedad y que se considerase su actividad como un arte liberal. Así, existe constancia de que cuando la reina Isabel de Valois llegó a España en 1560, los pintores se negaron a recibirla junto a los oficiales mecánicos en los actos de bienvenida que se organizaron en varias ciudades. De la misma forma, los artistas se opusieron a participar en los desfiles profesionales en el mismo grupo que los calceteros, boneteros, zapateros y fabricantes de toneles y pellejos. No obstante, esta reivindicación sólo tuvo un éxito parcial puesto que, por ejemplo, en 1614 los escultores todavía contribuían al reclutamiento de soldados dentro de la sección de los carpinteros.

Con estas muestras de la consideración social que los artistas despertaban en el Siglo de Oro español comprendemos mejor la intensa actividad de El Greco y sus compañeros para dignificar el Arte. Nuestro pintor no logró que los mecenas pagaran el justo precio que merecían sus obras, pero es cierto que su exigencia de mejores retribuciones sentó precedentes -por ejemplo, los famosos 800 ducados que el rey Felipe II le pagó por El Martirio de San Mauricio- y benefició al conjunto de artistas españoles. Donde triunfó de manera completa fue ante el Consejo de Hacienda, que le eximió a él y a los demás pintores del pago de la alcabala. ¿Quién podrá pensar, después de conocer estos hechos, que la Hacienda Pública es insensible al Arte?

lunes, 21 de noviembre de 2011

El Cid, recaudador de impuestos

La literatura, desde hace siglos, y el cine, en las últimas décadas, nos han presentado al Cid como un héroe de la Reconquista plenamente comprometido en la lucha contra el Islam. Su personalidad se caracterizaba por la devoción cristiana, la nobleza, el valor y la inquebrantable lealtad a su rey legítimo; paradigma de este último rasgo fue que se atrevió a hacer jurar a Alfonso VI en Santa Gadea que no había participado en la muerte de Sancho II y que, luego, efectuado el juramento, fue fiel en todo momento al rey Alfonso. La leyenda nos muestra al Cid como el gran caudillo militar -el conquistador de Valencia- que montado en Babieca y al frente de su invencible mesnada era capaz de triunfar en cualquier situación, incluso después de la muerte. Ahora, los historiadores modernos nos dibujan otra imagen de Rodrigo Díaz de Vivar sustentada sobre fuentes documentales más fiables y, por tanto, menos mítica y más cercana a la realidad, pero no por ello menos interesante o digna admiración.
Uno de los aspectos de la vida real del Cid que ha visto la luz durante los últimos años ha sido la importante actividad que llevó a cabo como recaudador de impuestos desde su juventud hasta los años finales de su existencia. Describir esta actividad recaudatoria del Cid, en el contexto de su tiempo, es el objeto de este artículo.

La primera etapa de su vida

Rodrigo Díaz de Vivar nació a mediados del siglo XI en el seno de una noble familia castellana. Muy joven se integró en la Corte, tras ser nombrado en el año 1058 paje de Sancho, hijo del rey Fernando I. En el séquito del príncipe aprendió a leer y escribir y fue instruido en el manejo de las armas; armas que debió utilizar por primera vez en una expedición que apoyó al rey moro de Zaragoza en 1063 contra las tropas cristianas de Ramiro I de Aragón.
A la muerte de Fernando I su reino se dividió entre sus hijos: Castilla le correspondió a Sancho, León a Alfonso y Galicia a García. Los tres hermanos lucharon entre sí para conseguir la supremacía y reunificar la monarquía. En este difícil contexto, la habilidad militar de Rodrigo Díaz de Vivar empezó a ponerse de manifiesto y pasó a ser, por méritos propios, uno de los más importantes colaboradores de Sancho, el nuevo monarca de Castilla. Las victorias de Llantada y Golpejera en los años 1068 y 1072 permitieron que Sancho II gobernara sobre todo los territorios que habían formado el antiguo reino de su padre.
Sin embargo, su éxito fue efímero porque la nobleza leonesa se sublevó, haciéndose fuerte en Zamora, ciudad que era gobernada por Urraca, otra hija de Fernando I. Las tropas de Sancho, entre las que se encontrada Rodrigo, asediaron Zamora pero el monarca murió asesinado antes de lograr su objetivo. Esta prematura muerte provocó que su hermano Alfonso ascendiera al trono de Castilla y León. Este es el momento histórico en el que se situaba la legendaria actuación del Cid en la que obligó al nuevo rey a jurar que no había tenido participación en la muerte de su hermano, imposición que llevaría a la enemistad regia y al exilio del héroe. Sin embargo, la historia ahora nos dice que este episodio fue una invención literaria, posterior en más de cien años a la muerte del Cid, y que no sucedió. Al parecer, la expulsión del Cid del reino de Castilla tuvo más relación con su actividad como recaudador de impuestos que con su lealtad hacia el fallecido Sancho II.
De esta manera, y al contrario que en la leyenda, los documentos de la época relatan que Rodrigo siguió siendo un importante personaje de la Corte de Alfonso VI en los años posteriores al asesinato de Sancho. Prueba de lo anterior es que el monarca le nombró juez para dirimir varios pleitos y le permitió que se casara, hacia el año 1075, con doña Jimena, noble asturiana entroncada directamente con los monarcas de León.
En este punto de la historia nos encontramos con las primeras fuentes documentales que reflejan la actividad del Cid como recaudador. Así, en otra muestra más de la confianza regia, Alfonso encomendó a Rodrigo en 1079 la recaudación de las parias del reino taifa de Sevilla.

Parias o tributos

¿Qué eran las parias? Para contestar a esta pregunta hay que describir la situación de la Reconquista en la época del Cid. La desaparición del Califato de Córdoba y su descomposición, a partir del año 1031, en un conjunto de pequeños reinos independientes -los reinos de taifas- originó que los musulmanes tuvieran un poder militar inferior al de los cristianos y que hubieran de adoptar posiciones defensivas para mantener su territorio y riquezas. En este contexto, los reyes cristianos prefirieron no aprovechar la debilidad del enemigo para extender sus dominios territoriales, entre otras cosas, porque no tenían habitantes suficientes para repoblar los espacios reconquistados con garantía de éxito. Por eso, optaron por exigir tributos o parias a los reyes musulmanes a cambio de la suspensión de las hostilidades. Al parecer el sistema de parias se consolidó de una manera muy importante durante los primeros años del reinado de Alfonso VI.
Las parias constituían un problema económico, religioso y político para los reyes de taifas. El conflicto económico surgía como consecuencia de que la creciente superioridad militar de los cristianos colocaba a éstos en una posición muy favorable para reclamar cada vez cuantías más importantes a cambio de su inactividad guerrera. De hecho, las parias fueron una fuente de riqueza muy importante para los cristianos en este periodo de la Reconquista y un serio problema para el pueblo musulmán que se encontró sometido a una importante escasez de recursos económicos y monetarios.
Por su parte, el problema religioso aparecía como consecuencia de que el Corán prohíbe taxativamente el pago de tributos por los creyentes a los cristianos. Así, un teólogo cordobés del siglo XI sostenía que uno de los mayores crímenes que podía cometer una autoridad pública era obligar a los musulmanes a pagar tributos como los que pagaban los cristianos sometidos. Por este motivo, para los reyezuelos de los reinos de taifas resultaba vergonzante, a la vez que moralmente reprobable, que sus ciudadanos tuvieran que abonarles impuestos para, posteriormente, entregar la recaudación a los cristianos. Parecido fundamento tenía la complicación política: el territorio que paga tributos a otro reino está reconociendo la soberanía y primacía de éste último, y era fundamento del sistema teológico y político del Islam no reconocer la soberanía de ningún reino cristiano sobre ellos. Para resolver el conflicto religioso y político, los reyes de taifas nunca aceptaron que estuvieran pagando tributos a los cristianos y disfrazaron su auténtica naturaleza en la figura de las parias.
Etimológicamente, parias proviene del término latino "pariare" que significa igualar una cuenta o pagar. Por tanto, los musulmanes interpretaban las parias no como un tributo, si no como un pago por una deuda que tenían frente a otro reino, deuda que tenía su causa en la contratación de las tropas de los reinos cristianos para evitar la guerra y protegerse frente a los enemigos. Mediante este artificio, conceptuaban las parias como una paga militar efectuada a favor de los guerreros cristianos -considerando a éstos como una especie de tropas mercenarias que les garantizaban la paz y que debían ser retribuidas convenientemente-. Otra frecuente manera de enmascarar la realidad de las parias fue calificarlas como regalos o dones en favor de otros monarcas, apartando lo más posible cualquier parecido entre ellas y los impuestos prohibidos en el Corán o el reconocimiento del vasallaje y la dependencia política de los reinos cristianos.

Alfonso VI destierra al Cid

Explicado el concepto de las parias, volveremos a la vida del Cid recordando que en el año 1079 Alfonso VI le encomendó la recaudación de las parias que debía pagar el rey Almutamid de Sevilla. Cuando se encontraba desempeñando esta misión, el monarca de Granada atacó los territorios del reino de Sevilla y Rodrigo Díaz de Vivar se vio obligado a defenderlos con su ejército puesto que, como ya hemos visto, uno de los objetivos del pago de las parias era la ayuda militar en caso de ataque por parte de un tercero. Haciendo gala de su condición de caudillo invencible, el Cid derrotó en la batalla de Cabra a los granadinos haciendo numerosos prisioneros.
Reflejo de esta actividad recaudatoria del Cid lo encontramos en un romance de origen desconocido que, además, pone de manifiesto las características de las parias que se han explicado en los párrafos anteriores (sustento en la amenaza de ataque por los ejércitos cristianos, conflicto teológico y político de los soberanos musulmanes ante su pago, etc.).

"Por el val de las Estacas pasó el Cid a mediodía
en su caballo Babieca, oh, qué bien parecía.
El rey moro que lo supo a recibirle salía;
dijo: -Bien vengas, el Cid; buena sea tu venida,
que si quieres ganar sueldo muy bueno te lo daría
o si vienes por mujer darte he una hermana mía.
-Que no quiero vuestro sueldo ni de nadie lo querría;
que ni vengo por mujer, que viva tengo la mía.
Vengo a que pagues las parias que tu debes a Castilla.
-No te las daré yo, el buen Cid; Cid, yo no te las daría;
Si mi padre las pagó hizo lo que no debía.
-Si por bien no me las das, yo por mal las tomaría.
-No lo harás así, buen Cid, que yo buena lanza había.
-En cuanto a eso, rey moro, creo que nada te debía,
que si buena lanza tienes por buena tengo la mía;
mas da sus parias al rey, a ese buen rey de Castilla.
-Por ser vos su mensajero de buen grado las daría".

A pesar del buen hacer de nuestro recaudador de parias, el Cid fue desterrado de la Corte por Alfonso VI hacia el año 1080. Al parecer el motivo de incurrir en la "ira regia" fue la acusación de que había cometido un delito de "malfetría" o traición al sustraer una parte de la recaudación obtenida. Algunos historiadores sostienen que la enemistad de Alfonso VI fue provocada porque el Cid atacó con sus tropas el reino taifa de Toledo, que se encontraba bajo la protección del rey de Castilla.
Fuera cual fuera el motivo, lo cierto es que el Cid tuvo que abandonar las tierras de Castilla en un plazo de nueve días, plazo que se estimaba suficiente en aquella época para alcanzar la frontera, y junto a su mesnada busco protección en el reino moro de Zaragoza, sirviendo allí como mercenario entre los años 1081 y 1085 y defendiendo sus fronteras contra las tropas aragonesas y catalanas.

Los almorávides

En el 1085, año en que Alfonso VI conquistó Toledo, los reyes musulmanes de la península Ibérica pidieron desesperadamente el auxilio de los guerreros almorávides del norte de África. Estos, que eran una mezcla entre monjes y soldados, acudieron en defensa de los reinos de taifas y combatieron duramente a los cristianos a lo largo de décadas y en sucesivas oleadas. Los almorávides cumplían con las leyes coránicas de una manera más estricta que los musulmanes españoles y, por ese motivo, los reyes de taifas debieron suspender el pago de parias y la contratación de ejércitos cristianos mercenarios, ocasionando la penuria económica de algunos estamentos de la sociedad cristiana de la época. En todo caso, los almorávides llegaron mucho más lejos y conquistaron uno tras otro los reinos de taifas españoles hasta conseguir la hegemonía completa en el año 1110 al tomar la ciudad de Zaragoza.
A raíz de la invasión almorávide se produjo la reconciliación entre Alfonso VI de Castilla y el Cid, que empezó a colaborar con el ejército de Castilla en el 1087. Sin embargo, un año más tarde se produce un nuevo desencuentro entre ambos, como consecuencia de que Rodrigo Díaz de Vivar no acudió a apoyar al ejército real en Aledo y fue nuevamente desterrado. A partir de ese momento, el Cid centró su actividad militar en Levante y logró constituir un poderoso protectorado, una especie de señoría personal, que cobraba tributos a las ciudades fortificadas y castillos de la zona levantina y catalana: Valencia, Lérida, Tortosa, Denia, Albarracín, Sagunto, etc.

El "Cantar del Mío Cid" y la recaudación de parias

El "Cantar del Mío Cid" es un poema épico que describe la última parte de la vida del Cid, desde su primer destierro de Castilla hasta la conquista de Valencia. Se trata del primer cantar de gesta en lengua castellana y fue escrito entre 1195 y 1205 por un autor anónimo. Ha llegado hasta nosotros en una única copia manuscrita del siglo XIV, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, y a la que le faltan la primera hoja y otras dos interiores. Al tratarse de un cantar de gesta el eje de la narración es el heroísmo religioso y guerrero del Cid, por este motivo, sorprende que el Cantar describa de una manera especialmente realista y detallada los aspectos económicos de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, aspectos que no aparecen habitualmente en los poemas épicos que se refieren a otros héroes y que se centran más en sus hazañas políticas o militares.
En este contexto, la lectura del Cantar pone de manifiesto la importancia que tuvo la actividad recaudatoria llevada a cabo por el Cid, bien en favor del rey de Castilla o bien en favor de sí mismo y su mesnada, durante buena parte de su vida. No cabe duda que para lograr éxitos militares y hazañas en el campo de batalla, era necesario obtener recursos para armarse y mantener a los guerreros. Dentro del Cantar es posible destacar, entre otros muchos, los siguientes ejemplos:

"Esperando está mio Cid con todos sus vasallos;
el castillo de Alcocer en paria va entrando.
Los de Alcocer a mio Cid le dan parias
y los de Ateca y Terrer, casa,
a los de Calatayud, sabed, mal les sentaba".

"Metió en paria a Daroca antes,
luego a Molina, que está a la otra parte,
la tercera Teruel, que está delante;
en su mano tenié a Celfa la del Canal".

También el Romancero nos muestra los métodos que convertían al Cid en un excelente y convincente recaudador. De esta forma, en el romance "Verde montaña florida, al verte me da alegría" se cuenta que el Cid recorría la vega de Granada montado en Bavieca y acompañado de doscientos caballeros con la finalidad de recaudar las parias. Ante la negativa del rey moro a pagar su deuda, el romance describe las razones que debía tener en cuenta el musulmán para reconsiderar su desafortunada decisión:

"El Cid lleva una espada que ciento seis palmos tenía;
cada vez que la bandeaba hierro con hierros hería,
cada vez que la bandeaba temblaba la morería:
De tres en tres los mataba, de seis en seis los enjila".

La conquista de Valencia y la muerte del Cid

Ya vimos anteriormente que la invasión almorávide alteró totalmente la marcha de la reconquista; el poderío de los ejércitos musulmanes procedentes del norte de África originó que los reinos cristianos tuvieran que situarse en posiciones defensivas y que los reinos de taifas dejaran de pagar las parias. En este contexto, el Cid también cambió su política en la zona de Levante, sustituyendo su idea de mantener el protectorado, que se nutría de las parias que pagaban los musulmanes, por el proyecto de conquistar la taifa de Valencia y establecer un señorío personal y hereditario sobre ella. Tan ambiciosa empresa se vio coronado por el éxito en junio de 1094 al tomar la ciudad de Valencia tras un largo asedio. En los años que siguieron, mantuvo su nueva posesión venciendo en dos ocasiones a los ejércitos almorávides que intentaron recuperar esa importante ciudad para el Islam. Una de esas batallas -la celebrada en Quart en octubre de 1094- fue la primera ocasión en que un ejército consiguió derrotar a las tropas almorávides en España, poniendo de manifiesto que no eran invencibles y animando la resistencia del resto de los reinos cristianos.
El Cid falleció en 1099 a una edad levemente superior a los 50 años y fue enterrado en la catedral de Santa María de Valencia. Su viuda -Jimena- continuó siendo señora de esa ciudad hasta el 1102, fecha en la que Alfonso VI decidió su abandono al resultar imposible frenar la presión de los ejércitos almorávides.
Cuenta la leyenda que la admiración que el Cid despertaba en sus enemigos, por su valentía y éxito en el arte de la guerra, fue tan grande que logró vencer en la batalla incluso después de su fallecimiento. Tras conocer su maestría en el arte de la recaudación es posible afirmar, igualmente, que fue capaz de recaudar parias tras su muerte. El hecho de que la leyenda no haya querido recordar estas hazañas más prosaicas del Cid en favor de la hacienda pública es porque en la poesía la figura del recaudador eficaz es menos legendaria que la del guerrero

lunes, 14 de noviembre de 2011

Gonzalo de Berceo y los impuestos

Gonzalo de Berceo nació a finales del siglo XII en La Rioja y falleció después del año 1264. Es una figura fundamental en la historia de la literatura española puesto que es el primer poeta que escribió en castellano y cuyo nombre ha llegado hasta nosotros. En su niñez se educó en el Monasterio riojano de San Millán de la Cogolla, luego, tras recibir en Palencia una educación muy esmerada para su época, fue ordenado sacerdote y desempeñó el cargo de notario eclesiástico de ese monasterio. Berceo es el más importante representante del mester de clerecía y contribuyó notablemente a la mejora de la lengua castellana. Toda su obra poética es de naturaleza religiosa, destacando las biografías de varios santos -San Millán, Santo Domingo de Silos, Santa Oria, etc.-y "los Milagros de Nuestra Señora", que es su obra maestra.

Durante la vida de Gonzalo de Berceo, su querido Monasterio de San Millán atravesó una fase de decadencia debido a la escasez de recursos económicos, por ese motivo, nuestro protagonista utilizó sus poesías para garantizar que la recaudación fluyera hacia las maltrechas arcas monacales -la poesía al servicio de los impuestos-. Esta es la faceta de la vida de Berceo que vamos a abordar en este artículo.

La batalla de Clavijo y el Voto de Santiago.

Veremos más adelante que Gonzalo de Berceo utilizó el Voto de Santiago como precedente de su impuesto, por eso, debemos explicar ahora que ese voto era un tributo que se satisfacía por los cristianos de Asturias, Galicia, León y Castilla durante la Edad Media. Su recaudación incrementaba los diezmos y primicias que correspondían a la Iglesia, beneficiando en concreto al Arzobispado de Santiago de Compostela como consecuencia de que el impuesto había nacido para agradecer al apóstol Santiago su participación en la batalla de Clavijo, en apoyo de los ejércitos de Ramiro I de Asturias.

Cuenta la leyenda que los cristianos decidieron dejar de satisfacer a los musulmanes el humillante tributo de las cien doncellas, y que esta actitud originó que las tropas del emirato cordobés invadieran su territorio con un poderoso ejército hacia el año 844. Enfrentadas en Clavijo las huestes de unos y otros, tuvo lugar la aparición del apóstol Santiago que luchó junto a los cristianos en un momento en el que éstos estaban al borde de la derrota. La intervención sobrenatural modificó el devenir del combate e hizo posible que los cristianos vencieran de una manera rotunda y consiguieran un cuantioso botín. Sigue contando la leyenda que Ramiro I, agradecido por la ayuda del Apóstol, instituyó el Voto, y que, desde ese momento, los fieles ofrecieron al Arzobispado de Santiago una parte de las primeras cosechas y vendimias.
Sin embargo, ya desde el siglo XVIII los historiadores opinan que la batalla de Clavijo, cuya existencia no se refleja en las fuentes documentales contemporáneas del siglo IX, fue un acontecimiento legendario que no sucedió realmente. Es más, todo parece indicar que fue inventado con la finalidad de recaudar el tributo del Voto.

Vida de San Millán de la Cogolla

De la misma manera que el Voto de Santiago nace para agradecer al Apóstol su ayuda guerrera, Gonzalo de Berceo justificó el tributo que pretendía implantar -el Voto de San Millán- en un milagro similar de este santo riojano.
San Millán nació en el seno de una humilde familia de pastores del pueblo de Berceo y vivió entre los siglos V y VI después de Cristo en la España visigoda. En su juventud se hizo ermitaño y pasó todo tipo de privaciones en la zona de Haro, dedicado a la penitencia y a la meditación. Posteriormente, fue párroco en su localidad natal de Berceo y, en la última etapa de su vida, se retiró a Suso, fundando una comunidad de monjes que, tras su muerte, se convirtió en el Monasterio de San Millán de la Cogolla. Por tanto, San Millán destacó especialmente como monje pobre, confesor y ermitaño.

Como hemos visto anteriormente, la "Vida de San Millán de la Cogolla" es una de las obras que escribió Gonzalo de Berceo y es precisamente a través de sus hermosos versos endecasílabos como nuestro poeta pretendió convertirse en creador y difusor de impuestos. Veamos como lo hizo.

Justificación del nuevo impuesto

Utilizando como modelo el precedente del Voto de Santiago, Gonzalo de Berceo sostiene que el nuevo impuesto servirá para retribuir la participación de San Millán y el apóstol Santiago en una batalla entre moros y cristianos. Así describe la aparición de los santos en la "Vida de San Millán de la Cogolla":

"Vieron dos personas hermosas y lucientes
eran mucho más blancas que las nieves relucientes.
Venían en dos caballos más blancos que cristal,
armas tales no vio nunca hombre mortal;
el uno tenía báculo mitra pontifical (Santiago Apóstol)
el otro una cruz, nunca el hombre vio tal (San Millán)
tenían caras angélicas y celestial figura
descendían por el aire a una gran presura
catando a los moros con torva catadura
espadas en la mano en signo de pavura".


Tras esta aparición, la lucha, en la que los cristianos llevaban la peor parte debido al mayor número de soldados enemigos, cambió radicalmente de signo; San Millán y Santiago dieron "golpes certeros" a las primeras filas de los sarracenos, provocando el espanto del resto de su ejército. Algunos musulmanes se repusieron de la sorpresa y lanzaron una nube de flechas sobre los dos santos y sus cabalgaduras, pero milagrosamente las saetas se volvieron contra ellos mismos, clavándose en las carnes de aquellos que las disparaban. Ante esta complicada situación, el rey Abderramán decidió huir del campo de batalla.

El combate descrito por Berceo en su "Vida de San Millán de la Cogolla" encaja, desde un punto de vista histórico, con la batalla de Simancas, que tuvo lugar en el año 939 entre las tropas de Ramiro II de León y las del califa de Córdoba Abderramán III. Formando parte de las huestes cristianas se encontraba Fernán González, conde de Castilla.

Las fuentes históricas refieren que en los momentos iniciales de la batalla hubo un eclipse de sol que aterrorizó por igual a los integrantes de los dos ejércitos. A pesar de ello, las tropas de Abderramán atacaron la población de Simancas, que fue defendida con tenacidad por los cristianos provocando muchas bajas al enemigo. En la retirada que siguió, los musulmanes cayeron en una emboscada en un terreno de barrancos y gargantas y fueron exterminados. La victoria de Simancas fue muy importante en el curso de la Reconquista, en primer lugar porque se trató de una batalla real y, en segundo, porque aseguró el dominio de las tierras ubicadas al norte del Duero e hizo posible iniciar la repoblación en los territorios al sur del mismo.

Creación del impuesto

Siguiendo su relato, Gonzalo de Berceo cuenta que el rey Ramiro II confirmó el ya existente voto de Santiago, a favor de Santiago de Compostela, mientras que el conde Fernán González instituía sobre sus territorios de Castilla un impuesto nuevo -el Voto de San Millán- en beneficio del Monasterio de San Millán de la Cogolla, en señal de agradecimiento por la ayuda celestial. Veamos como lo plasma en su obra:

"Apenas tuvieron las ganancias partidas,
a Dios y a los santos las gracias ofrecidas
confirmaron las parias que fueron ofrecidas
a los dos que hicieron las primeras heridas.
(es decir al apóstol Santiago y a San Millán)
El rey don Ramiro, que esté en el Paraíso,
dio herencia al apóstol como fue prometido;
confirmole los votos como hombre comedido,
no dejó en el reino casa sin compromiso.
El conde Fernán González con todos sus varones,
con obispos y abades, alcaldes y sayones
pusieron y juraron de dar en las sazones
a la casa de San Millán estos tres pipiones"
. (los pipiones son una moneda medieval)

Ámbito territorial

Creado el impuesto, Gonzalo de Berceo procede a enumerar los territorios sobre los que se aplicaría para delimitar la recaudación correspondiente al Arzobispado de Santiago y la que beneficiaría al Monasterio de San Millán de la Cogolla. Es decir, el poeta estaba fijando lo que en la actualidad denominamos "el punto de conexión".

"De donde taja el río que corre por Palencia
Carrión es su nombre, según mi creencia,
hasta el río Arga, llega esta sentencia
de rendir cada casa esta benevolencia
desde Extremadura las sierras de Segovia
hasta la otra sierra que dicen Barahona,
así que hasta la mar que es allende Vitoria,
todos se subyugaran a dar esta memoria"
.

Forma de pago

Finalmente, las cultas estrofas de Berceo, en tetrástrofo monorrimo, especifican también la forma de pago del Voto de San Millán:

"Unas tierras dan vino, en otras dan dineros,
en algunas cebera, en alguantas carneros;
fierro traen de Álava y cuños de aceros,
quesos dan en ofrenda por todos los Cameros".


Realidad histórica

Como hemos indicado con anterioridad, el monasterio de San Millán de la Cogolla padeció problemas económicos en los inicios del siglo XIII, debido a que se redujeron notablemente las donaciones en su favor a raíz de la dura competencia entre los distintos centros de peregrinación. Fue en este contexto, sin duda, cuando se concibió la idea de crear el Voto de San Millán para obtener la parte de la recaudación del Voto de Santiago que correspondía a la zona de Castilla, en detrimento de los recursos que percibía el arzobispado de Santiago de Compostela. De una manera menos ambiciosa, se trataba también de reforzar los presentes y donaciones que se hacían de forma tradicional a San Millán, desde hacía muchos años, en una práctica obligatoria, compitiendo con la consolidada recaudación que fluía hacia la capital de Galicia.

Para conseguirlo, entre 1210 y 1240 se elaboraron por los copistas del monasterio falsos documentos del siglo X, el más importante de los cuales fue el diploma en el que el conde Fernán González de Castilla había instituido el Voto de San Millán trescientos años atrás. Todos estos documentos fueron utilizados con bastante éxito en diversos pleitos que se mantenían con otras instituciones religiosas por cuestiones económicas y recaudatorias.

Buena prueba del éxito de estos documentos es que convencieron a la cancillería regia de su autenticidad, logrando que el rey Sancho II confirmase en el año 1289 el privilegio de los votos otorgado de forma imaginaria por el conde Fernán González a favor del monasterio riojano. Aunque los documentos falsos se elaboraron durante los años de estancia de Gonzalo de Berceo en San Millán, no tenemos la certeza de que participara en su ejecución material. Lo que sí es seguro es que conocía el diploma de los votos de San Millán porque lo cita expresamente en su obra.

También es rigurosamente cierto que, como complemento de los documentos y las actuaciones judiciales, existió una campaña literaria para fomentar una mayor recaudación en la que participó decididamente Gonzalo de Berceo escribiendo su "Vida de San Millán de la Cogolla" hacia el año 1230. Esta obra se recitaba a los peregrinos que acudían al Monasterio y, por tanto, era un excelente instrumento de divulgación entre los fieles de la existencia del Voto de San Millán y la obligatoriedad de pagarlo. Además hay constancia histórica de que las obras de Berceo se recitaron por los juglares en las diversas poblaciones que iban recorriendo, incrementando su difusión entre los contribuyentes.

Conclusión.

Setecientos cincuenta años después de su muerte, Gonzalo de Berceo es considerado uno de los más importantes escritores de la Edad Media. La generación española del 98 convirtió su figura en un auténtico símbolo. Berceo tenía una clara intención didáctica a la hora de escribir sus obras: quería que los fieles aprendieran gracias a ellas. Este objetivo le hizo conseguir algo muy difícil: utilizar un lenguaje sencillo y auténtico sin olvidar la cultura eclesiástica-latina a la que pertenecía. Sus endecasílabos, que están repletos de expresiones populares y afectivas, consiguieron otorgar categoría artística a lo coloquial por primera vez en la literatura castellana. Gracias a ello, consiguió enriquecer nuestra lengua en una época tan temprana como la primera mitad del siglo XIII.

Berceo no tuvo tanta fortuna como creador y divulgador de impuestos, puesto que aunque es cierto que el Monasterio de San Millán de la Cogolla consiguió mejorar su situación económica a través de los documentos falsos, las victorias en los pleitos y la difusión poética del Voto de San Millán, no se logró el ambicioso objetivo de recaudar de manera regular el voto sobre el extenso territorio de Castilla.

viernes, 4 de noviembre de 2011

La batalla de Vélez-Málaga

El 24 de agosto de 1704 tuvo lugar la batalla naval más importante de la Guerra de Sucesión española, tuvo lugar frente a Vélez-Málaga. Se enfrentaron 96 naves de guerra franco-españolas (unos 3.580 cañones y 24.200 hombres) contra la flota anglo-holandesa del almirante Rooke, de infausta memoria, compuesta de 59 navíos (unos 3.600 cañones y 22.500 hombres).

Las bajas totales se acercaron a los 4.200 hombres más un incontable número de heridos. Y de uno de esos heridos quiero hablar hoy.

En el buque-insignia de la escuadra franco-española del Conde de Tolosa estaba embarcado un joven guardiamarina de 16 años, al que una bala de cañón casi le arrancó una pierna. Tuvo que ser operado, sin anestesia de ningún tipo. Perdió la pierna.

El Conde de Tolosa, impresionado por el valor demostrado, cuentan las crónicas que aquel joven no emitió ni un sólo sonido en toda la operación, escribió una carta al Rey Felipe V quien le ofreció un hábito de una orden militar y que pasara aformar parte de su Casa Militar, pero aquel joven sólo pidió que se le permitiera continuar en la Marina, a lo que accedió el Rey nombrándole alférez de bajel de alto bordo.

Este guardiamarina fue el que años más tarde, siendo ya teniente general, y tuerto y manco además de cojo, infligió a Vernon la peor derrota de la Armada inglesa en la defensa de Cartagena de Indias, en el año del Señor de 1741.

Su nombre es Blas de Lezo, I marqués de Oviedo,

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El primer buque de vapor español

El Real Fernando o El Betis, como también se le llamaba, de la Real Compañía del Guadalquivir, es, sin duda, el barco de vapor que antecede a todos los españoles. Con este buque se establece la primera línea regular de pasajeros servida en nuestro país por esta clase de embarcaciones, uniendo Sevilla con Sanlúcar. En su viaje inaugural, se arriesga a salir a la mar para llegar hasta Cádiz.

Las reseñas bibliográficas sobre esta visita no están, en absoluto, de acuerdo sobre el día exacto en el que el citado barco visitó Cádiz. Del análisis de las fuentes documentales de la Biblioteca de Temas Gaditanos y en la Biblioteca Pública Provincial de Cádiz podemos colegir que la entrada del barco en el puerto de Cádiz, se registra el día 8 de julio de 1817 y la salida del mismo, con destino a Sevilla, al día siguiente. El Díario Mercantil de Cáidz reseñaba el acontecimiento como sigue:

Cádiz, 9.- El barco de vapor el Real Fernando (El Betis) ha estado expuesto todo el día á la curiosidad de un numeroso concurso que de esta Plaza se ha trasladado á su bordo.
Habiendo salido de Sevilla en la madrugada del día 8, no ha podido menos de invertir diez y siete horas en su viage, no tanto por la contramarea y detención que en Sanlúcar ha sufrido, cuanto por habersele cercenado mucha parte de su salida con la idea de hacer las experiencias y observaciones que son necesarias.


Recordemos que el primer barco de vapor que hizo una travesía por mar fue el Phoenix, en un sólo viaje, entre Nueva York y Nueva Brunswick, en 1807. Apenas 10 años antes, lo que, en aquella época, no era nada de retraso.

Esta efemerides es ampliamente reconocida en Sanlúcar de Barrameda, tanto en sus calles como en su atracadero, donde podemos navegar en el "Real Fernando" que nos lleva hasta Doñana.

lunes, 31 de octubre de 2011

La primera escuela de Medicina

Le cabe a la Armada española el orgullo de haber puesto en marcha el primer centro de enseñanza de la Medicina en nuestro país. Fue el Real Colegio de Cirugía, que abrió sus puertas en Cádiz, en 1748, gracias a diversos factores, entre los cuales se encontraban el talento y la clarividencia de un ilustre cirujano de las flotas, Pedro Virgili, y la comprensión y la sagacidad de un político, Zenón de Somodevilla, Marqués de la Ensenada, quién desde el primer momento entiende las razones de la petición del primero y logra, desde su alta posición de consejero directo del Rey, que se realice su aspiración legítima.

Virgili, quien contaba con un conocimiento científico superior a la media de la época, estaba empeñado en que se contara con unos servicios médicos “profesionales” con la preparación suficiente, para los cánones de aquellos tiempos: “... un Colegio en el cual se enseñe la Cirugía con el método que se requiere, deduciendo sus doctrinas de los experimentos físicos, observaciones y experiencia práctica, para lo cual siendo preciso haya un Hospital donde haya u ocurran muchas enfermedades y que también se encuentre cirujanos de grandes conocimientos que puedan explicarlas a los practicantes colegiales haciéndoles trabajar en la Anatomía efectiva y exponiendo todas las demás partes de la Cirugía.”

El cirujano hizo la petición en marzo y el Marqués lo elevó al rey en julio, Su Majestad el rey Fernando VI firmaba las ordenanzas del colegio en noviembre de ese año, “teniendo presente las ventajas que se seguirán a su servicio y la utilidad que experimentarán los oficiales, tropas y marinería de la Armada y navíos particulares de comercio en la cura de sus enfermedades...”. El trámite, pues, fue todo un récord para las costumbres de la época.


No hablemos de la celeridad con que se acometieron las obras del Real Colegio, el fervor con que su promotor reclutó el cuadro de profesores y reunió el material didáctico apropiado, pero sí dar una muestra del ritmo que se puso en la consecución del proyecto: “(...) participo a V. I. cómo el día de San Juan entraron los colegiales a vivir dentro del Colegio, de lo que doy gracias a V. I. por la suntuosidad del edificio y la decencia con que están (…) Carta del 7 de julio de 1750. ¡No habían pasado más de 18 meses!. Los primeros cincuenta aspirantes a la condición de cirujanos de la Armada ya tenían asegurados alojamiento y enseñanza.

El personal embarcado comenzó a percibir el avance técnico que significaba la presencia de los facultativos egresados de Cádiz, que elevaron sensiblemente el nivel de calidad en las enfermerías a bordo, así como en los centros hospitalarios en ambas orillas.

Era un paso de progreso que situaba a la ciencia médica española, en general, a la altura que la misma había logrado en Francia, nación que, por entonces y gracias a la Escuela de París, estaba situada a la cabeza de Europa en los estudios de la Medicina y la Cirugía.

Se dio un segundo fruto que no quizá no se había propuesto Pedro Virgili al dirigir su memorial al Marqués de la Ensenada. A los pocos años de la creación del Real Colegio de Cirugía, esos efectos comenzarían a percibirse en las bases y apostaderos situados en las costas de los inmensos territorios sometidos a la Corona de España. En puertos como Veracruz y Acapulco, en la Nueva España; Cartagena de Indias, en la Nueva Granada; el Callao, en Perú; La Habana en la isla de Cuba, Montevideo y Buenos Aires, en el Río de la Plata, etc., se inició un mejoramiento de las condiciones de salubridad ambiental, y hasta hubo expediciones por tierra firme que contaban con la asistencia de algún médico de la Armada, como ocurriría en la que llevó a cabo la conquista de California.

Como habéis podido imaginar por su apellido, Pedro Virgili era catalán, nacido en Tarragona en 1699, y como tal, digno súbdito del Rey de España unos 100 años antes de la invención del actual nacionalismo catalán.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Bucaneros

Hacia mediados del siglo XVII la isla de Santo Domingo, o La Española como se conocía en aquella época, se encontraba invadida por una singular comunidad de hombres salvajes, hisurtos, feroces y sucios, en su mayoría colonos franceses, cuyo número aumentaba de cuando en cuando con manadas de recién llegados procedentes de los bajos fondos de más de una ciudad europea.

Estos hombres iban vestidos con camisa y pantalones de tela basta, la cual estaba empapada con la sangre de las bestias muertas por ellos. Llevaban una gorra redonda, botas de piel de cerdo que les cubrían las piernas, y un cinturón de piel cruda, en el cual metían sus sables y navajas. También estaban armados de mosquetes que disparaban un par de balas de dos onzas de peso cada una.

Los sitios en que secaban y salaban la carne se llamaban “boucan”, y de este término procede el nombre de bucaneros. Eran cazadores por profesión y salvajes por costumbre. Abatían las bestias y traficaban con su carne. Su alimento preferido era la médula cruda de los huesos de aquellos animales. Comían y dormían sobre el suelo desnudo, su mesa era una piedra, su almohada un tronco de árbol y su techo el cálido cielo de las Antillas.


William Dampier, hacia 1699

lunes, 24 de octubre de 2011

¡Dile al Rey Jorge que me la chupe!

Tanto sus orígenes como su muerte son poco conocidos y origen de especulaciones, además parte de la información que se tiene de su origen y muerte provienen de lo que se le atribuye como un diario autobiográfico. La versión más extendida es la que le tiene como nacido en Bayona, Francia de padre de esta nacionalidad y madre española, judía sefardí, cuya familia llegase a Francia huyendo de la Inquisición (cosa que podemos dar como falso, casi con toda certeza, pues la Inquisición a fines del s. XVIII ya no era lo que había sido un par de siglos antes). Criado en un hogar judío kosher, Lafitte contraería después matrimonio con Christiana Levine, de una familia judía danesa. El posible origen español se sustenta en el nombre que dió a su isla “Reino de Barataria”

A pesar de su nombre, un tanto afeminado, Jean Lafitte era un honesto y buen rey de los piratas. Lideraba una isla pirata que compró en 1803 en Luisiana, capturaban barcos y contrabandeaban mercancías robadas hacia Nueva Orleans. Tenía tanto éxito que cuando el gobernador de Luisiana ofreció una recompensa de 300 dólares por su captura (que era la mitad de todo lo que producía Luisiana en un año) Lafitte respondió ofreciendo una recompensa de 1.000 dólares por la captura del gobernador.

Los periódicos y las autoridades pintaban a Lafitte como una diabólica mente criminal y un asesino en masa. Vamos como Osama en los EEUU de hoy día. Aparentemente su reputación se extendió por todo el Atlántico, ya que en 1814, Lafitte fue "tentado" por los ingleses, que le hicieron llegar una carta firmada por el propio rey Jorge III, prometiendole la ciudadanía y propiedades si pasaba al servicio de la Corona inglesa. Estos ingleses tan humanitarios y democráticos cómo sólo ellos saben serlo.

Como los ingleses son así, en la misma misiva se le hacía saber que si se negaba a "colaborar" la Armada Real destruiría su isla hasta los cimientos. Lafitte respondió que necesitaría unos pocos días para pensar en la oferta...... y se largó a toda vela hasta Nueva Orleans y "avisó a los americanos que ¡Vienen los ingleses!". A pesar de que él no era americano, miraba al nuevo país con admiración y había ordenado a toda su flota que nunca atacaran a un barco americano. La única vez que uno de sus piratas desobedeció esta orden, Lafitte mató al capitán con sus propias manos.

Lafitte era reconocido entre los marineros mercantes por tratar bien a las tripulaciones capturadas y, a veces, devolvía los barcos que no eran lo suficientemente buenos para dedicarse a la piratería. Además, era todo un héroe entre los ciudadanos de Nueva Orleans, ya que este era el centro habitual de venta de todas las mercancías que robaba. Lo que permitía a las buenas gentes de Nueva Orleans disponer de mercancías que de otra forma nunca llegarían a sus manos.

Pero los americanos, al fin y al cabo de sangre inglesa en su mayoría, agradecieron el aviso de Lafitte, encerrando a toda la tripulación en la cárcel. Después los barcos americanos se dirigieron a la isla de Lafitte, los piratas cuando los vieron se las prometían felices y los recibieron con los brazos abiertos. Gran error, fueron capturados por sorpresa y encerrados en diversas prisiones militares. No fue hasta días después que un tal Andrew Jackson, futuro presidente de los EEUU, pusiera el dedo en la llaga: Nueva Orleans no estaba preparada para resistir el ataque de la Armada Real inglesa. Por fin, las autoridades entraron en razón, soltaron a todos los hombres de Lafitte con la condición de que lucharan contra los ingleses. Los barcos de Lafitte eran superiores a los de la Armada de los EEUU, aportando unos 1.000 hombres a las fuerzas locales de defensa.

Lo que resultó ser de gran ayuda para la joven nación, los piratas de Lafitte y los barcos de EEUU pudieron rechazar a los británicos a las puertas de Nueva Orleans. Si estos hubiesen conseguido apoderarse de esta estratégica ciudad en el golfo de México habrían podido entrar en el corazón de la nueva nación con todas sus fuerzas.

Por desgracia para Lafitte, no le fueron devueltos ni sus barcos ni su isla de Barataria. Tampoco llegó el perdón presidencial ni para él ni para sus hombres. A pesar de diversos intentos de su hermano y de él mismo ante el presidente Madison.

Sabemos que se dedicó a cartografiar las tierras más allá de Luisiana, la actual Arkansas; estuvo varios años en Galveston, glorioso nombre para el ejército español. Más tarde, su rastro se pierde. Se sabe con certeza que está enterrado en Zilam de Bravo, al norte de la península del Yucatán, pero no se sabe cuando murió, la leyenda dice que alrededor de 1825.

Es curioso pensar en como los EEUU deben su existencia, tal y como la conocemos hoy día, a un pirata y "terrorista" de nombre afeminado.

jueves, 20 de octubre de 2011

Semblanza de Chaves Nogales

A. Chaves Nogales fue un periodista sevillano que se asentó en Madrid muy pronto. Trabajó en diversos periódicos escribiendo de todo. Alcanzó gran éxito con unas crónicas de viajes que realizó por toda Europa semblando los cambios ideológicos que se estaban produciendo en el continente.

Visitó Berlín, Roma, Moscú. Y, claro, su lúcida mirada supo captar lo que había bajo el oropel y los desfiles. Criticó a los nazis y su antisemitismo; a los italianos y su fascio; sin que se escaparan los soviets y el hambre del pueblo. Lo que le consiguió muchos enemigos en España, además de contar con una prosa fluida y fácil de leer. Doble pecado en una España cateta y semi-analfabeta que ya estaba en la senda de los maximalismos ideológicos.

Cuando triunfa la Segunda República, no tiene dudas. Es, ante todo, un demócrata. Apuesta por Manuel Azaña. Pocos como Chaves Nogales se habrían sentido concernidos con los tres conceptos clave del pensamiento político azañista posterior: paz, piedad, perdón. Formaba parte de la tertulia de quien sería presidente de la República. Pensaba que la República podría sacar a España del atraso de siglos. Pero a partir de 1934 se retrajo un poco en su amor por la República.

Al estallar la guerra civil, se mantuvo en su puesto de editor del periódico, como nos cuenta él mismo:
“Cuando estalló la guerra civil, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un consejo obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el «camarada director», y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu revolucionario, ni por mi condición de «pequeño burgués liberal», de la que no renegué jamás.”

Pero cuando el gobierno decidió retirarse hacia Valencia, pensando que Madrid no podría resistir el embate de los facciosos, dejó su puesto de “camarada director” y se marchó hacia Levante: “Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.”

Durante la República ni su actividad periodística ni su compromiso político le alejan de su Sevilla natal. Allí escucha al maestro Juan Belmonte, su amigo, y lo ve torear. De una serie de entrevistas y charlas nace Juan Belmonte. Matador de Toros. Su vida y sus hazañas. Será su obra más conocida, y una de las mejores. Todavía hoy no ha sido superada y es objeto de múltiples reediciones. Traducida al inglés, le resulta de gran ayuda para encontrar trabajo cuando tiene escapar de París e instalarse en Londres.

Fue precisamente esta obra la primera que le recuperó del silencio y el ostracismo a que le sometió el franquismo más mediocre tras la Guerra Civil. En 1969, la recién nacida Alianza Editorial, de José Ortega, Javier Pradera y Jaime Salinas, reeditan el libro en edición de bolsillo.

Chaves Nogales murió solo, en un hospital de Londres, víctima de «una peritonitis y una dilatación de estómago». Era el 4 de mayo de 1944 y tenía cuarenta y seis años. Aunque también en Londres continuó haciendo periodismo —trabajó en el Evening News, y en el Evening Standard tuvo columna propia— y siguió escribiendo contra los nazis y los fascistas, sólo los periódicos británicos y el diario argentino La Razón dieron la noticia de su muerte. El silencio ominoso en su país, como hacían con los vencidos. Su perfil de «un periodista de raza que ha muerto en la brecha» no fue suficiente para obtener una línea en algún medio español. La Razón lo describía como un «sagaz reportero» cuyas historias y reportajes «le harán perdurar en el recuerdo de todos los que, por ser víctimas del virus periodístico, saben lo que significaba un espíritu de la calidad de Chaves Nogales, extranjero fuera de su patria».

Escuadrones de la muerte II

—Dijeron —habla la mujer— que había revolución en Valladolid, que los señores habían quitado la República para volver a ser amos de lo suyo y que los hijos de los señores venían por los pueblos matando a los pobres. Los hombres de Sanbrian decidieron que no los dejarían entrar, que si los ricos hacían una revolución, los pobres harían la suya, que más somos los pobres que los ricos y que a las malas podríamos con ellos. Algunos vecinos no se atrevían. Más valía estarse quedos. A todos no nos van a matar, pensaban. Pero los mozos del sindicato dijeron que sí, que nos matarían a todos, y aunque, la verdad, nadie lo creía, se resolvió el pueblo a cerrarles las puertas y a campar por su respeto. Al principio todo fue bien. Echamos al cura y al cabo de la guardia civil. Los tres o cuatro ricos que había en Sanbrian se fueron ellos solos, y los del sindicato se pusieron a mangonear, por aquello de que siempre ha de haber alguien que mande. No hubo ninguna muerte, eso sí, pero los del sindicato entraron en las casas de los ricos, se apoderaron de los bienes que habían dejado y los repartieron entre los pobres. Estaba mal hecho, señor, y muchos infelices ni siquiera se atrevían a tomar lo que les daban. Pero a los pocos días, como temíamos, volvieron al fin los hijos de los señores, los señoritos. Venían en tres o cuatro automóviles y traían fusiles y pistolas. Para asustar al pueblo entraron disparándoles sin ton ni son, a diestro y siniestro. Venían por la tremenda, y por la tremenda los recibieron los mozos del pueblo. Apostados en una esquina los aguardaron con las escopetas echadas a la cara y cuando los tuvieron a tiro los achicharraron. Así cayó ese jefe de ellos, cuya vida tan cara hemos pagado. Venían matando, señor, ¿cómo querían ser recibidos?
»Los demás huyeron; alguno iba malherido. Los mozos del sindicato se quedaron muy ufanos, pero ya recelábamos que aquella muerte habíamos de pagarla, aunque nunca creíamos que nos la cobrarían tan cara. Ocho o diez días después nos dijeron que venían tropas de Valladolid. ¡Qué tropas, señora, qué tropas! No son peores los chacales. Al principio se les hizo resistencia. ¡Nunca la intentáramos! Las máquinas que traían vomitaban fuego y plomo sobre el pueblo. Los hombres caían segados como mieses. No pudieron resistir y se fueron al campo para seguir luchando. Los que quedamos en el pueblo pusimos banderas blancas y nos encerramos en nuestras casas a esperar que llegasen las tropas. ¡Ojalá hubiésemos luchado hasta el último instante de nuestras vidas! Aquellas tropas de moros y renegados fueron casa por casa rompiendo las puertas a culatazos y matando delante de sus mujeres y sus hijos a cuantos hombres encontraron, jóvenes y viejos, amigos y enemigos, buenos y malos, rebeldes y sumisos. No quedó uno solo. En Sanbrian no quedó un solo hombre con vida. Tras los moros y los renegados venían los hijos de los señoritos, y como ya no había hombres que matar, mataron mujeres. Aquellos no eran seres humanos, eran fieras. Lo que han visto mis ojos ni se había visto antes ni se verá jamás. Aquella misma noche, entre el ruido siniestro de las descargas y los gritos ahogados de los que sucumbían, las pobres mujeres de Sanbrian tomaron a sus hijos de la mano, estrecharon contra sus pechos a los más pequeñuelos y huyeron al monte aterrorizadas. Los centinelas tiraban al bulto contra aquellas sombras fugitivas. Alguna de ellas cayó atravesada por un balazo y hasta que fue de día estuvo a su lado una criatura que lloraba a la noche inmensa sin atreverse a soltar la mano crispada que poco a poco se le iba quedando fría entre los deditos tiernos.
»Huyeron todos, viejos, niños y mujeres. A los que no huyeron los mataron. No quedó alma viviente en el pueblo. Sólo yo. Desde aquella noche horrible no hay en Sanbrian más ser vivo que yo. Mataron a mi hombre delante de mis ojos, huyeron mis hijos. ¿Para qué huir? Esperé a que me matasen también. No sé por qué no lo hicieron.

A. Cháves Nogales. A sangre y fuego. 1937

miércoles, 19 de octubre de 2011

Escuadrones de la muerte

Aquellos diez o doce hombres que formaban la Escuadrilla de la Venganza consideraban legítima la feroz represalia y se habrían maravillado si alguien se hubiese atrevido a sostener que lo que ellos consideraban naturalísimo era una monstruosidad criminal. Al cabo de cuatro meses de lucha la psicosis de la guerra producía frecuentemente tales aberraciones. La vida humana había perdido en absoluto su valor. Aquellos hombres que el 18 de julio abandonaron su existencia normal de ciudadanos para lanzarse desesperadamente al asalto del cuartel de la Montaña, donde se inició la rebelión militar, y que luego habían estado batiéndose a pecho descubierto en la Sierra contra el ejército de Mola, cuando regresaban del frente traían a la ciudad la barbarie de la guerra, la crueldad feroz del hombre que, padeciendo el miedo a morir, ha aprendido a matar, y si la ocasión de hacerlo impunemente se le ofrece, no la desaprovechará. Es el miedo el que da la medida de la crueldad. De entre estos milicianos que no tenían alma bastante para afrontar indefinidamente el peligro de la guerra en la primera línea, de entre los que volvían del frente íntimamente aterrorizados, se reclutaban los hombres de aquellas siniestras escuadrillas de retaguardia que querían imponer al gobierno, a los partidos políticos y a las centrales sindicales un régimen de terror, el pánico terror que íntimamente padecían y anhelaban proyectar al mundo exterior. Huyendo del frente se refugiaban en los servicios de control revolucionario de los partidos y los sindicatos que, recelosos de la lealtad de la policía oficial y de las fuerzas de seguridad del Estado, toleraban la injerencia de estas escuadrillas insolventes y autónomas en las funciones policíacas. Cada una de ellas tenía su jefe, un aventurero, a veces un verdadero capitán de bandidos, por excepción, un místico teorizante de cabeza estrecha y corazón endurecido que, con la mayor unción revolucionaria, decretaba inexorablemente los crímenes que consideraba útiles a la causa.

A. Cháves Nogales. A sangre y fuego. 1937

sábado, 15 de octubre de 2011

¡Se comió un corazón humano, por Dios!

Esta es la historia de Francois el Olonés.

De origen francés, nacido en 1630, realmente odiaba a los españoles. Al principio de sus correrías estuvo a punto de caer bajo las armas de los exploradores españoles, y en lugar de reconsiderar su carrera y convertirse en granjero o algo así, decidió que pasaría el resto de sus días en una cruzada anti-española. Lo hizo saber a los cuatro vientos de la siguiente forma, cuando asaltaba una embarcación española, mataba a todo el mundo excepto a un testigo al que enviaba a las autoridades con este mensaje: “Nunca, de ahora en adelante, daré cuartel a los Españoles.”
Eso fue sólo el principio. Considerando que pasó luego, podemos pensar que esos que perdieron la cabeza fueron los españoles afortunados.

Habiéndose hecho una reputación, El Olonés organizó una flota pirata de ocho barcos y cientos de hombres, se dedicó a atacar las ciudades españolas de Sudamérica, capturar barcos de la Flota del Tesoro y, generalmente, ser un forúnculo en el trasero de cualquiera cercano a los españoles. Sin duda, también mató a una buena cantidad de marinos portugueses, ya que ¿quién puede distinguirlos?.

La situación dio un giro espectacular cuando El Olonés sufrió una emboscada cuando estaba saqueando la costa de la actual Venezuela. Las tropas españolas, superiores en número y armamento, masacraron a los piratas, el Olonés escapó por poco y, de alguna manera, consiguió capturar algunos españoles por el camino. El problema que se le presentaba era simple, ¿por donde huir sin caer en las fauces de otras embarcaciones españolas?. ¿Qué hacer?.

Para la mentalidad de la época, la solución era muy fácil. El Olonés sacó su espada, la clavó en el pecho de un prisionero español, le sacó el corazón con sus manos y comenzó a desgarrarlo con sus dientes, como un lobo hambriento, diciéndole a los prisioneros: “Me comeré al resto de vosotros, si no me mostráis una forma de huir de esta persecución.”

Los prisioneros, haciéndose cruces, hablaron y los piratas consiguieron escapar. Pero no sirvió de nada a los prisioneros. La tripulación pirata comió carne humana durante una semana.

Un par de años después, aterrorizó las costas de Centroamérica cometiendo robos, asaltos y asesinatos, hasta que el Olonés naufragó con sus hombres en un banco de arena. La tripulación hallaba hambrienta y, pese a todas las medidas (descarga de cañones y objetos de peso), el navío no consigue volver a flote. Durante seis meses, el Olonés debe defenderse de los incesantes ataques de los indios y, finalmente, con tan solo 150 hombres, consigue mediante barcas planas construidas por ellos llegar hasta la desembocadura del río San Juan, que le abre el camino hacia el lago Nicaragua. Pero una vez allí, los indios y los españoles le fuerzan a retroceder. Deberá continuar con ayuda de las velas, hacia las costas del golfo de Darién. Habiendo bajado a tierra para encontrar víveres y agua potable, un día es sorprendido por nativos pertenecientes a la tribu kuna, que practicaban la antropofagia o canibalismo, el Olonés y todos sus hombres fueron atacados; solo un hombre logra salvarse de la lucha y escapar. Este fue quien relató más tarde cómo los indios de Darién atraparon al Olonés y lo descuartizaron vivo para echar sus trozos en el fuego, según el testigo:
...lo despedazaron y descuartizaron, lo asaron y... se lo comieron.

Era el año 1671, tenía 40 años

sábado, 17 de septiembre de 2011

Evangelización y Nuevo Mundo

La finalidad evangelizadora estuvo presente desde los primeros viajes al Nuevo Mundo. Va a ser precisamente este carácter proselitista el que singularice la obra de España en América: no se trata tanto de una conquista (entendida en términos de sometimiento y acatamiento), como de una colonización, si bien interpretada no a la manera griega de explotación de recursos naturales, sino como prolongación de la metrópoli, con los mismos derechos que ésta. Este deseo de la monarquía hispánica va íntimamente unido a su intención de difundir el Evangelio, como así se afirma en 1526 al ordenar que vayan religiosos en los viajes: (…) instruirlos (a los infieles) en nuestra santa fe católica y predicársela para su salvación y atraerlos a nuestro señorío, porque fuesen tratados favorecidos, defendidos como los otros nuestros súbditos y vasallos (...)
Desde julio de 1508, la bula Universalis Ecclesiae de Julio II, confiere el derecho de patronazgo español también en América, el Papa delegaba en los reyes de Castilla el poder enviar misioneros, así como facilitar y sufragar sus viajes. Se trataba de la contrapartida en agradecimiento a la incipiente labor evangelizadora de estos primeros viajes de conquista. La Corona de Castilla nunca consideró los territorios descubiertos como meras factorías sino que quiso incorporarlos políticamente al Estado, las capitulaciones de la época constituían una especie de Carta puebla (fuero municipal) ya que los descubridores estaban obligados por contrato a poblar las tierras descubiertas. Además de que los indígenas infieles eran considerados súbditos de la Corona en cuanto se bautizaban

Es a partir de 1526 cuando se ordena que en las naves que cruzan el Atlántico, además de la tripulación, vayan siempre religiosos. Se colige una finalidad condicional: la monarquía hispánica tomaba en posesión las tierras del Nuevo Mundo si, al mismo tiempo, difundía la fe católica. Esta misión evangelizadora va a ser cumplida por los conquistadores no sólo obedeciendo a una orden impuesta, sino por propia iniciativa personal.

El propio Carlos V se preocupó personalmente de la organización de la Iglesia americana, fundando el Consejo de Indias, extensivo para asuntos eclesiásticos. Es decir, durante esta primera mitad del siglo XVI la labor evangelizadora en América fue regida desde el Estado, no siendo hasta después del Concilio de Trento (1563) cuando la Iglesia, tras las guerras de religión de las primeras décadas, se ocupe de la difusión evangélica entre los indios, fracasando en sus intenciones de imponerse al establecido poder decisorio estatal de España en América. Cualquier asunto religioso ultramarino debía pasar por el Consejo de Indias, considerándose injerencia toda tentativa al margen.

martes, 13 de septiembre de 2011

Corsarios y piratas en la Valencia de principios del s. XV

La galera fue la más genuina representante de la guerra naval y de buena parte de los tráficos mercantes durante la Edad Media, dentro del ámbito mediterráneo, en un medio en el que la navegación exclusivamente a vela resultaba menos apropiada que en el Atlántico, debido a las condiciones naturales de un mar interior, con vientos de dirección irregular y cambiantes. Sin embargo, la navegación a remo resultaba muy costosa por el número de individuos que era necesario emplear. Afortunadamente, estas naves podían ser usadas por los particulares cuando no servían a la Corona en circunstancias concretas. La expansión mediterránea de la Corona de Aragón no podría entenderse sin atender a las responsabilidades asumidas por la iniciativa privada o por las poderosas ciudades costeras: Barcelona, Mallorca y Valencia. Estas serán las que sostendrán, por ejemplo, la guerra contra Génova por la posesión de Cerdeña en un momento en que Alfonso el Benigno, su soberano, se desentenderá del problema.

Durante el reinado de Pedro el Ceremonioso la actividad del corso alcanzará una considerable expansión, debido precisamente a la guerra contra Génova. A una guerra terrestre en la isla de Cerdeña, que requerirá continuos envíos de tropas y suministros, se superpondrá una auténtica guerra naval en la que llegarán a verse implicados casi todos los países mediterráneos: Génova, Venecia, el Imperio Latino de Oriente, la Corona de Anjou o la propia Corona de Aragón. El equilibrio de fuerzas será tan grande y el resultado de las batallas tan ajustado, que la solución drástica se demostró operativamente imposible. Por lo que no quedó otra alternativa que buscar métodos subsidiarios de desgaste del rival y debilitamiento a la espera de obtener una ventaja real y moral que permitiese plantear un conflicto a gran escala.

Las acciones de corso ligur contra puertos y barcos de la Corona de Aragón se sucederán, ininterrumpidamente, desde mediados del trescientos hasta finales del cuatrocientos. Pedro el Ceremonioso dará carta blanca a los aparejos corsarios en sus territorios contra los enemigos del rey. A cambio de condiciones muy favorables, muchos armadores particulares accederán a botar sus barcos, algunos en condiciones muy precarias, para asegurar las comunicaciones con Cerdeña y lanzar una contraofensiva que frenase la avalancha genovesa en aguas de la Corona de Aragón. El objetivo se cumplió, se logró mantener abierta la ruta hacia la isla sarda, lo que permitirá a Alfonso el Magnánimo saltar sobre la Península italiana. Lo que nos llevará a la posesión española del sur de la Italia renacentista.

Que duda cabe que la guerra de corso y la piratería se confundirán con tanta asiduidad que obligará a tener que considerar a piratas y corsarios como dos categorías igualmente perseguibles en muchos casos. El área donde más se va a notar esta confusión será en los mares de Berbería. La abundancia de barcos armados poco sujetos a las leyes de la guerra naval se convertirá en un problema por doquier. Ante esta situación y ante la creciente avalancha de corsarios genoveses y musulmanes que corrían los mares peninsulares aparecerá otra alternativa para la protección pública. Las ciudades catalanas, valencianas y baleáricas de la Corona de Aragón tenderán a formar ligas y a aparejar en común barcos, verdaderas flotillas de cuatro o seis unidades, para su autodefensa.

La experiencia no acabó de consolidarse ,por los múltiples factores que intervenían en cada caso y la lentitud en acordar planes de operaciones cuando los enemigos eran potencialmente menos peligrosos. Así pues, ante la amenaza de dos o tres barcos piratas, la reacción lógica fue la de actuar independientemente cada población. Valencia contaba con una pequeña escuadrilla de barcos comunales compuesta por una o dos galeras y varias unidades menores. Generalmente, los buques permanecían varados, desarmados y a la intemperie en las playas del Grao de la capital, siendo objeto de deterioro muy acelerado. Frente a una operación menor como la vigilancia costera o la búsqueda, localización y eliminación de un número reducido de piratas incluso resultaba gravosísimo la puesta en servicio de las galeras ciudadanas. Por lo que se procedió con frecuencia a la contratación de naves de las que frecuentaban las playas del Grao. El flete de una nao de gran porte, con una dotación bien armada, o la contratación temporal de una galera siempre resultó más económico y con frecuencia igualmente efectivo. Como vemos no es nuevo eso de cerrar servicios públicos en favor de la iniciativa privada, y eso que aún no gobernaba el PP (aunque seguro que sí estaba Fraga por ahí).

Debemos ser conscientes que las cosas no eran como las muestran en las películas de Jolibú: por lo general los piratas y corsarios que entraban en acción disponían de una fuerza armada muy reducida, los aparejos de sus barcos eran deficientes e incompletos, en suma, muchas veces los asaltantes corrían tan serios peligros de ser capturados como los que sufrían sus potenciales víctimas. Por ejemplo, los musulmanes con fustas pequeñas y mal equipadas rehuían los encuentros con barcos de tráfico y buscaban los abrigos de la costa, los barcos de pesca de bajura o las localidades litorales aisladas, mal defendidas y con escasa población; sus objetivos se centraban en la captura de cautivos y el robo de ganado. En cambio los piratas genoveses disponían de grandes y poderosas naves, sus objetivos eran los barcos que hacían las rutas comerciales o los grandes puertos de la Corona de Aragón, siguiendo la tradicional guerra de desgaste que duraba más de un siglo. La pérdida de los barcos con cereal tendría repercusiones muy negativas para las grandes ciudades, es por eso que los rectores políticos cuidaban especialmente la continuidad de este tráfico.

lunes, 5 de septiembre de 2011

La navegación en el s.XVI

El siglo XVI fue testigo de un notable cambio en el status y adiestramiento de pilotos en Europa. La pericia náutica para la mayoría de los viajes marítimos eran limitadas y había cambiado poco durante el siglo anterior, podía ser ejercida bien por pilotos especializados, maestres o por oficiales de menor rango. Lo que importaba era la capacidad de memorizar marcas de tierra, calcular distancias y tener conocimiento de las mareas y aguas en que navegaban, empleándose cálculos de la velocidad6 del buque y una estima muy simples. La experiencia e instrucción por viejos pilotos eran los requisitos para una eficaz navegación costera y bastarían para la mayoría de los buques que navegaban por derrotas bien establecidas (Michael Coignet, 1581). Se conocía la aguja magnética, los portulanos y la observación celeste, y se empleaban regularmente en sus viajes más largos, pero escasamente en viajes rutinarios costeros.

Las exploraciones portuguesas en Africa y el posterior descubrimiento de nuevos continentes reflejaban el gradual avance en navegación y proyecto de buques, pero lo que es más importante, dieron un tremendo empuje a la invención y mejora de instrumentos y técnicas. El adiestramiento de pilotos para las nuevas navegaciones a grandes distancias se convirtió en asunto de la mayor importancia para el gobierno central. Las potencias ibéricas establecieron instituciones especiales para la instrucción y control de estos especialistas, por muy buenas razones, la más obvia, que los buques con navegantes expertos solían volver a salvo. Más importante era la necesidad de controlar información de gran valor político. Los pilotos experimentados podía llevar a otros a las nuevas tierras y junto con cartógrafos establecer la posesión de aquellos territorios después que las naciones ibéricas y el Papado dividieron el mundo en dos áreas.
Era esencial el control de la información y pronto se hizo corriente la falsificación deliberada y el empleo de trucos para confundir al enemigo. Las prolongadas y poco decorosas disputas sobre la posición y posesión de Las Molucas y las Filipinas, ilustran el valor de los pilotos y cartógrafos.

Cuando Felipe II volvió a España como regente en 1551, inmediatamente mostró su interés por la navegación y la geografía y su deseo en mejorar estas ciencias, e inició una completa reforma de la instrucción técnica que se daba a los pilotos y maestres en la Casa de la Contratación de Sevilla. Creó una cátedra de navegación y cosmografía en 1552 y reguló el contenido de los cursos. Los aspirantes a piloto recibían buena base teórica para las observaciones astronómicas, así como instrucción en el empleo de instrumentos como la aguja magnética, el astrolabio, el cuadrante, la ballestilla y los relojes. En 1582 fundó en Madrid una nueva Academia de Matemáticas, siendo la navegación una parte muy importante del currículum.

El aprecio de la pericia de los pilotos era evidente en la legislación y en los nuevos tipos de pagas, como muestran contratos del s. XVI en que muchos pilotos eran pagados mejor que los maestres (capitanes) de los buques en los viajes al Norte y a las Indias. A partir de 1580 armadores sin conocimientos de navegación eran permitidos a ser maestres en sus propios barcos siempre que llevaran a bordo al menos dos pilotos.

Los aspectos teóricos de la navegación aumentaron notablemente durante este siglo. Los españoles y portugueses eran los primeros en cartografía y en la construcción y empleo de instrumentos náuticos, produciendo también los mejores maestros, como pronto se dieron cuenta los demás países. El “Arte de navegar”, de Medina, publicado en 1545, se utilizaba ya en su traducción francesa en 1554 y posteriormente se publicó en la mayoría de las lenguas europeas. El libro “Breve compendio de la sphera y del Arte de Navegar” de Martin Cortés, se publicó en Sevilla en 1551, siendo adoptado como texto fijo por la Casa de Contratación. Fue traducido al inglés en 1561, la primera de nueve ediciones antes de 1630. Pedro de Medina afirmaba con orgullo que ahora los pilotos podían navegar con el empleo de la aritmética, geometría y astronomía y no necesitaban marcas de tierra para guiarse. En realidad los más renombrados autores y maestros del arte de la navegación no tenían experiencia naval, se concedía mayor respeto a aquellos con capacidad teórica que a los que sólo tenían experiencia práctica. La Corona mantuvo equilibradas las cosas al insistir en que los pilotos para las Indias no debían obtener licencia antes de haber adquirido experiencia práctica navegando por aquellas aguas.

Pero, no debemos olvidar la presión comercial, pues la expansión del comercio de Indias requería una continua provisión de pilotos, por lo que se redujo dramáticamente el tiempo empleado en la instrucción formal. Si bien se había pretendido que los pilotos debían pasar un curso de un año, en 1555 se redujo a tres meses y en 1567 a dos contando los días festivos. Los maestros se quejaban del bajo nivel entre los pilotos adiestrados, pero estas críticas se dirigían a las deficiencias en la lectura y escritura de algunos pilotos, y a la falta de interés que demostraban por los aspectos más teóricos del curso. Aquellos pilotos empleados en la carrera de Indias eran considerados como los mejores expertos del oficio y las potencias extranjeras trataban continuamente de atraer pilotos españoles y portugueses a su servicio, siendo el problema que nunca había bastantes para satisfacer a la demanda.