miércoles, 26 de mayo de 2010

La Cuarta Cruzada IV

Una noche, mientras paseaban por la ciudad, un grupo de francos se toparon con una pequeña mezquita situada en el barrio sarraceno, detrás de la iglesia de Santa Irene, tras saquearla la incendiaron. Las llamas se propagaron rápidamente, durante las siguientes 48 horas Constantinopla se vio envuelta en el peor incendio de su historia.

Alejo había estado ausente persiguiendo a su tío, y cuando volvió descubrió gran parte de la capital en ruinas y a sus súbditos en estado de guerra contra todo extranjero. La situación había llegado a un punto límite, y cuando se le presentó un grupo de tres francos y tres venecianos a cobrar lo que se les debía, bastante hizo con protegerlos de las iras de las gentes. Así estalló la guerra, y cada bando procuró hacer al otro tanto daño como pudo, ya fuera por tierra o por mar.

Irónicamente ninguno de los dirigentes deseaba aquella guerra. Los habitantes de Constantinopla tan sólo tenían un objetivo: librarse de una vez por todas de aquellos patanes incivilizados que estaban destruyendo su amada ciudad y, de paso, chupándoles la sangre. Los francos, por su parte, no habían olvidado el motivo por el que habían abandonado sus hogares, y cada vez los incomodaba más aquellas gentes decadentes y afeminadas cuando debían estar midiendo sus fuerzas con los infieles..

La solución de aquella situación insoportable estaba en manos de Venecia o, para ser más exactos, de Enrico Dandolo, el único que podía dar la orden de partir. Hasta ese momento se había negado justificándose en la deuda que los francos tenían con Venecia, y que nunca podrían saldar en tanto no recibieran el dinero prometido por Alejo y su padre. Para entonces, ya tenía en mente proyectos más ambiciosos, como el de derrocar al Imperio Bizantino y sentar a una marioneta de Venecia en el trono de Constantinopla.

Y así, a medida que se desvanecían las posibilidades de un acuerdo pacífico, los consejos de Dandolo a sus aliados francos fueron adquiriendo tintes distintos. Nada más, señaló, podía esperarse ya de Isaac ni de Alejo. Si los cruzados querían obtener alguna vez lo que se les debía, se verían obligados a tomarlo por la fuerza. Su justificación moral era absoluta, aquellos Ángelos desleales no merecían su lealtad. Tomada la ciudad, y con uno de sus propios líderes en el trono imperial, podrían pagar a Venecia lo que le debían casi sin sentirlo y aún les quedaría más que suficiente para financiar la Cruzada. Aquella era su oportunidad, y más les valía aprovecharla, porque no se repetiría.

Un nuevo emperador

Dentro de Constantinopla reinaba igualmente el convencimiento de que Alejo IV debía desaparecer, y el 25 de enero de 1204 se reunió en Santa Sofía una inmensa cohorte de senadores, clérigos y ciudadanos para destituirlo y elegir su sucesor. Durante tres días deliberaron, por fin, eligieron a un anodino Nicolás Canabo. Mientras, tomó las riendas de la ley la única figura verdaderamente competente que había en todo Bizancio, Alejo Ducas -cejas negras, enmarañadas y unidas- un noble que ocupaba el puesto de protovestarius, lo que le permitía acceder a los aposentos imperiales a cualquier hora. Tras irrumpir a altas horas de la madrugada en el dormitorio de su homónimo, le despertó con la noticia de que sus súbditos se habían alzado contra él. Le brindó lo que era su única oportunidad de escape. Embozó al emperador en una larga túnica y, a través de una puerta trasera, le condujo fuera de palacio al encuentro de una banda de conspiradores. El desdichado joven se vio de inmediato cargado de cadenas y encerrado en una mazmorra en la que, tras dos intentos fallidos de envenenamiento, sucumbió por fin a las flechas. Su padre, invidente, murió en esa misma época.
Con sus rivales eliminados, Ducas fue coronado en Santa Sofía con el nombre de Alejo V. Comenzó a demostrar las cualidades de liderazgo que tanto necesitaba Bizancio. Las murallas y los torreones contaban con una dotación adecuada, y equipos de obreros sudaban día y noche reforzándolas y elevándolas. Para los francos una cosa estaba clara, no habría más negociaciones, y mucho menos nuevos pagos de una deuda de la que el nuevo emperador no era en absoluto responsable. Su única esperanza era un ataque en gran escala sobre la ciudad, ahora se encontraban en una posición moral aún más sólida de la que habían gozado hasta ahora si actuaban contra Alejo, emperador legítimo y antiguo aliado.

Todo ello era exactamente lo que Enrico Dandolo llevaba diciendo durante meses; ahora, tanto francos como venecianos, vieron en el viejo dogo al líder absoluto de su expedición. Bonifacio de Monferrant estaba en difícil posición, pues había apadrinado al depuesto emperador y se mantenía en contacto con los genoveses, y Dandolo lo sabía.

Los cruzados preparan un nuevo ataque

A principios de marzo comenzaron una serie de reuniones del Consejo en el campo de Gálata. El objeto de las mismas no era tanto el plan de ataque como la futura administración del Imperio tras la conquista. Se acordó que cruzados y venecianos nombraran sendos grupos de seis delegados para formar un comité electoral para elegir al nuevo emperador. Sí, como era de esperar, se decidían por un franco, el patriarca debía ser veneciano y viceversa. El emperador recibiría una cuarta parte de la ciudad y del Imperio, incluidos sus dos palacios principales: el de Blacherna, en el Cuerno de Oro, y el viejo palacio de Bucoleón en Mármara. Las tres cuartas partes restantes debían ser repartidas en dos partes iguales, una para Venecia y la otra, en régimen feudal, para los caballeros cruzados. El dogo quedaba expresamente exento de prestar homenaje al emperador. El botín obtenido sería transportado en su totalidad a un lugar predeterminado y repartido por igual. Las partes se comprometían a permanecer en Constantinopla el año entero, o al menos hasta marzo de 1205.

El ataque dio comienzo en la mañana del viernes 9 de abril, en el mismo lugar donde nueve meses antes, el dogo Dandolo se había cubierto de gloria. Esta vez, sin embargo, fracasó. Los nuevos muros y torreones, más altos, eran lugares privilegiados para las catapultas y arqueros griegos. Los venecianos tuvieron que reembarcar y retirarse hacía Gálata. Los dos días siguientes se emplearon en reparar daños, y el lunes se reanudó el ataque. Los venecianos amarraron su naves de dos en dos para darse mejor apoyo; soplaba un fuerte viento del norte que permitió mayor velocidad a las embarcaciones ayudándolas a penetrar más en las playas. Al poco tiempo, dos de las torres se vieron desbordadas y ocupadas y, casi simultáneamente, los cruzados derrumbaron una de las puertas de la muralla y penetraron en la ciudad.

El nuevo emperador, que había liderado resuelta y valerosamente a los defensores, partió al galope por las calles haciendo lo posible por reagrupar a sus hombres. Pero estaban todos desanimados, viendo que sus esfuerzos eran en vano, y temiendo verse entregado a los francos como el mejor bocado de su mesa, emprendió la huida acompañado de Eufrosina (esposa del emperador Alejo III) y de su hija Eudocia, a quien amaba locamente. Los tres buscaron refugio en Tracia. Se casó con Eudocia y comenzó a reunir las fuerzas necesarias para lanzar una contraofensiva.

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