lunes, 24 de mayo de 2010

La Cuarta Cruzada III

El ataque

Los bizantinos no habían preparado la defensa seriamente. Los astilleros estaban prácticamente vacíos, ya que 16 años antes habían dejado el programa de construcción naval en manos de Venecia. El principal almirante del imperio había vendido las anclas, las velas y los aparejos de los pocos navíos que les quedaban, dejándolos reducidos a esqueletos inservibles que iban pudriéndose poco a poco en el puerto. Los súbditos se subieron a las murallas a contemplar cómo aquella impresionante flota de guerra pasaba frente a ellos camino de la embocadura del Bósforo.

Por su parte, los cruzados contemplaban aquellas altas murallas y los robustos torreones que la rodeaban y los espléndidos palacios y las encumbradas iglesias, nunca pensaron que pudiera haber un lugar tan rico y poderoso en todo el mundo.

Los invasores desembarcaron en la ribera asiática del estrecho, cerca del palacio de verano de Chalcedon y de la moderna Scutari, para reaprovisionarse. Allí mismo repelieron fácilmente el desmayado ataque de un reducido destacamento griego de caballería que huyó a la primera carga. Más tarde, despacharon con similar falta de ceremonia a un emisario del emperador. Si su señor estaba dispuesto a ceder el trono a su sobrino, suplicarían a este último que le perdonara y fuera generoso.

Al amanecer del 5 de julio, atravesaron el Bósforo y desembarcaron en el extremo septentrional del Cuerno de Oro, cerca de Gálata, el asentamiento comercial extranjero, que no estaba amurallado. Su única fortificación relevante era un gran torreón aislado de planta circular, que poseía un importancia estratégica singular, ya que albergaba el enorme torno que se utilizaba para alzar y bajar la cadena que, en ocasiones de emergencia, servía para bloquear la entrada al Cuerno. Para defenderla se congregó en la costa una fuerza considerable, encabezada por el propio emperador. Todos los bizantinos eran conscientes de que Alejo había usurpado el trono, estaban desmoralizados, si hubiesen tenido otro líder habrían hecho frente a los francos con otro espíritu y, tal vez, habría obtenido mejores resultados. El espectáculo de una flota de más de 100 naves y de los hombres, caballos y equipos que de ellas desembarcaban con toda prontitud y precisión (si algo distinguía a los venecianos era su eficiencia), infundió un profundo pavor a los defensores, que dieron media vuelta y se aprestaron a la fuga -encabezados, una vez más, por el emperador- apenas los componentes de la primera oleada de cruzados habían enristrado las lanzas para el ataque.
La guarnición de la propia torre se batió con más bravura, consiguieron resistir durante 24 horas. A la mañana siguiente se rindieron. Los venecianos rápidamente desbloquearon el torno, y la inmensa cadena de hierro extendida a través de los 500 metros de anchura de la embocadura del Cuerno de Oro se desplomó con gran estrépito sobre las aguas, permitiendo el paso de la flota. La victoria naval fue completa.
Constantinopla no se rindió, los muros orientados al norte no podían compararse con las tremendas murallas del costado de tierra, erigidas por Teodosio II en el siglo V, pero sí podía ofrecer una poderosa resistencia.

El ataque se dirigió contra el punto más débil de las defensas bizantinas: el acceso marítimo al palacio imperial de Blacherna, junto al límite noroeste de la ciudad. Se desencadenó en la mañana del jueves 17 de julio, simultáneamente por tierra y mar, los navíos venecianos sobrecargados con las máquinas de asedio. El ejército franco que atacaba por tierra se vio inicialmente rechazado por las hachas de los ingleses y daneses que formaban la Guardia Varega del Emperador. Sin embargo fueron los venecianos, y especialmente el viejo dogo Dandolo, los vencedores de la jornada. Aunque las máquinas de asalto venecianas se había aproximado tanto a la costa que los escaladores luchaban cuerpo a cuerpo con los defensores, los marineros venecianos se mostraban reacios a varar las embarcaciones para efectuar un desembarco como es debido. Y entonces tuvo lugar una hazaña de extraordinario arrojo. El dogo de Venecia, un hombre anciano y completamente ciego, se alzó en la proa de su galera, armado hasta los dientes y acompañado de la Cruz de San Marcos, y gritó a sus hombres que llevaran la nave a tierra si en algo valoraban sus pellejos. Así lo hicieron, y vararon la galera, y tanto él como los otros echaron pie a tierra y plantaron el estandarte en el suelo. Y cuando los demás venecianos vieron el estandarte de San Marcos y la galera del dogo varada antes que las suyas, se sintieron avergonzados y desembarcaron tras él.

A medida que crecía la intensidad del ataque, los defensores comprendieron rápidamente que no tenían ninguna posibilidad. No habían pasado muchas horas cuando Dandolo pudo enviar un mensaje a sus aliados francos en el que les comunicaba que había a lo largo de la muralla no menos de 25 torreones que ya se encontraban en manos venecianas. Sus hombres habían abierto en los muros diversas brechas por las que estaban invadiendo la propia ciudad e incendiando las casas de madera, hasta que todo el barrio de Blacherna estuvo en llamas.

Aquella tarde, Alejo III, emperador de Constantinopla, huyó en secreto de la ciudad. Dejaba atrás a su esposa y a toda su familia con la excepción de una hija favorita a la que se llevó consigo junto con otras cuantas mujeres, diez mil libras de oro y una bolsa de alhajas.


El consejo de Estado decidió, tras una urgente convocatoria, rescatar al viejo Isaac Ángelo de su prisión y restituirle en el trono. Estaba aún más ciego que Dandolo -su hermano le había arrancado los ojos después de deponerle- y en su día ya había demostrado su absoluta incompetencia como gobernante. Era, sin embargo, el legítimo emperador y los bizantinos debía de creer que con ello eliminaban cualquier motivo que pudiera justificar la intervención de los cruzados. Así era, pero quedaba la cuestión de las promesas que el joven Alejo había formulado ante Bonifacio y Dandolo. Isaac se vio obligado a ratificarlas, y al mismo tiempo hubo de aceptar el nombramiento de su hijo como co-emperador, hecho lo cual los francos y venecianos le reconocieron como emperador y se retiraron al lado gálata del Cuerno de Oro a la espera de la recompensa prometida.

El 1 de agosto de 1203 Alejo IV fue coronado junto con su padre, asumió el poder a todos los efectos y, de inmediato, comenzó a arrepentirse de las ofertas tan precipitadamente realizadas en Zara. Las excentricidades de su tío habían vaciado el tesoro imperial, y los nuevos impuestos que se vio obligado a instaurar fueron recibidos con abierta animosidad por sus súbditos, conscientes del destino de su dinero. Entretanto los miembros del clero se mostraron escandalizados cuando el emperador comenzó a requisar y a fundir el oro y la plata de la Iglesia y furiosos al enterarse de que pensaba someterles a la autoridad del Papa de Roma.. Su impopularidad fue creciendo a medida que el otoño daba paso al invierno, y la constante presencia de los odiados francos no hacía sino incrementar la tensión.

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