miércoles, 22 de julio de 2009

Blanca de Castilla, reina de Francia, 1200 , 1ª parte

El rey Felipe Augusto de Francia determinó casar a su hijo Luis (VIII), heredero del trono, sin dejarse inportunar porque el novio tuviera solamente doce años. Corrían los últimos meses de 1199 y en el año terminal del siglo XII, en 1200, se celebraría la boda, ¿Con quién? Con una novia procedente de la nación que era y seguiría siendo durante muchos siglos la aliada principal de Francia: Castilla.

Los franceses tenían la idea fija de apoyarse en ella para hacer frente a su perma- nente antagonista: la Corona de Aragón. Toda esta tramoya había sido montada por una mujer singular en muchos conceptos, el más raro de todos sus méritos: el de haber sido sucesivamente reina de Francia y reina de Inglaterra. Hablamos de Leonor de Aquitania (1122-1204), la cual estuvo primero casada con el rey francés Luis VII, quien la repudió en el año 1152 y se casó con Constanza, hija de Alfonso VII de Castilla. Leonor contrajo entonces matrimonio con Enrique Plantagenet, el cual habría de subir al trono de Inglaterra con el nombre de Enrique II (1133-1189).

Leonor fue madre de los reyes ingleses Juan «sin Tierra» y Ricardo «Corazón de León» y de la reina de Castilla, Leonor, esposa de Alfonso VIII (1158-1214). Leonor de Aquitania llegó a tener más de ochenta años de edad y le encantaba zurcir matrimo- nios, planear intrigas y proteger las letras y las artes.

El soberano de Castilla, Alfonso VIII, tenía dos hijas solteras que eran, como se ve, nietas de la reina madre inglesa y sobrinas del rey Juan. Además del problema de casarlas —en lo cual se asemejaba a los padres de todos los tiempos— Alfonso VIII deseaba que las bodas favorecieran sus conexiones con Europa. Se había agravado la amenaza musulmana con la irrupción de los almohades en Al Andalus y nuestro rey deseó promover una cruzada europea en suelo español. La expedición degeneró en una vulgar depredación perpetrada por los aventureros que pasaron los Pirineos en busca de fortuna. La batalla de las Navas de Tolosa (1212) —que no se dio en dicho lugar, sino en el puerto de Muradal— constituyó el momento culminante de la avenencia entre las grandes monarquías atlánticas.

Dentro de esta tónica de concordia optimista, el rey inglés Juan anunció su generosa intención de dotar a la novia castellana, fuese la que fuese de las dos hermanas, concediéndole diversas ciudades, Evreux entre ellas, en suelo hoy francés, y anunció también su voluntad de hacer la paz con Francia.

Resueltos estos preliminares, quedaba por determinar un minúsculo punto: ¿cuál de las dos hermanas sería la escogida? El rey de Inglaterra dijo que le daba igual y el de Francia pensó que, puestas así las cosas, no se perdía nada con que fuera la más guapa. Para asesorarse, Felipe Augusto envió a unos expertos, que comparecieron en Burgos y solicitaron conocer a las dos princesitas. No consta que éstas fueran in- formadas de semejante embajada, así que se presentaron cándidamente ante los comi- sionados franceses, quienes las contemplaron con detenimiento, mientras sostenían con ellas un diálogo paternalista encaminado a que se soltaran un poco.

Una de las dos era ciertamente más bella que la otra y los franceses se concen-traron en interrogarla con mayor escrúpulo. El diálogo quedó cortado casi en seco cuando, a la cortés pregunta de cuál era su nombre, la oyeron responder «Me llamo Urraca», con tanta naturalidad como fundamento. Los franceses estuvieron a punto de marcharse, pues el nombre les pareció chusco y además casi impronunciable en su país. La elección se inclinó automáticamente en favor de la hermana, que llevaba el nombre, mucho más internacional y suave, de Blanca.

Por otra parte, la comparación efectuada no quiere decir que Blanca de Castilla no fuera hermosa, en sus once años de edad, la princesa era positivamente bonita. En Inglaterra se pusieron tan contentos que el rey Juan despachó a la reina Leonor hacia Castilla, para recoger a la novia, instruirla y luego llevarla hacia su nuevo hogar.

La abuela Leonor instaló a la niña Blanca en la refinada y culta corte de Aquitania, de donde ella procedía, y designó al arzobispo de Burdeos para que dirigiese su educación. Después, se retiró a la abadía de Fontevrault, donde murió cuatro años más tarde. La infantil boda no pudo celebrarse en territorio propiamente francés por efecto del entredicho que el Papa había fulminado contra el rey Felipe Augusto para castigar su desarreglada conducta respecto de su esposa, Ingeburga.

Por esta razón, en el ya citado año 1200, la boda de Blanca de Castilla y el delfín de Francia, Luis, se celebró en una villa de Normandía, Pormoy, que era de soberanía inglesa, como buena parte del hexágono. El esposo tenía dieciséis años cuando se consumó el matrimonio, cuatro años después de la ceremonia.

En la boda había ofrecido a la novia un anillo adornado con margaritas y flores de lis entrelazadas en cuyo interior decía:

«Hors cet annel point n'est amour» ('Fuera de este anillo no hay amor').

Los historiadores franceses señalan con cierto asombro que Luis VIII fue fiel a esta afirmación y no conoció otra mujer que la suya, la cual correspondió apasionada- mente a su amor.

La novia había sido dotada por su tío el rey de Inglaterra con los feudos de Issou- dun, Graçay y otros del Berry, además de las poblaciones antedichas, todo lo cual tendría que volver a la Corona de Inglaterra si no tenían sucesión. Y, precisamente, lo que angustió al futuro rey Luis VIII y a su esposa durante bastantes años de su matrimonio fue el carecer de descendencia. Intervino para remediar el problema un personaje español que también habría de ser santo, Domingo de Guzmán, el cual ac- tuó en favor de Francia. La reina Blanca manifestó sus preocupaciones al fundador de la Orden de Predicadores y éste le aconsejó que se encomendara a la Virgen María.

Las súplicas de la princesa de Francia fueron escuchadas en grado sumo, el matrimo- nio llegó a tener once hijos, aunque la mayoría de ellos, y concretamente los cuatro primeros, murieron en la más temprana niñez, si no fue a los pocos días de nacer.

El quinto de sus hijos, que habría de ser Luis IX y santo, nació el 25 de abril de 1214. El parto tuvo lugar en la localidad de Passy, cercana a París, y por esta ra- zón San Luis, que presumía de modesto, acostumbró a firmar siempre «Louis de Passy».

Fin de la primera parte

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