sábado, 25 de julio de 2009

Blanca de Castilla, 2ª parte

Blanca de Castilla dedicó a su hijo un amor vehemente de leona, y no escasean las anécdotas que lo acreditan. Dícese así que en cierta ocasión no tenía leche en su seno para amamantar a su hijo, por haber estado indispuesta, y el niño lloraba de hambre. Una dama de la corte, que estaba criando a su propio hijo en aquellos días, creyó conducirse muy bien al dar el pecho al príncipe niño, el cual no vaciló en aprovechar la ocasión. La princesa no se enteró y, algo más tarde, ya repuesta, fue a alimentar a su hijo, quien, ahíto, apartó la cara. La dama, con toda candidez, explicó lo ocurrido y la princesa montó en cólera, hizo vomitar al niño la leche que había recibido de la bienintencionada intrusa.

El padre de esta criatura subió al trono de Francia como Luis VIII, llamado por los cronistas «el León», el 6 o el 8 de agosto de 1223. Junto a su esposa Blanca, fue consagrado en Reims por el arzobispo Guillaume de Joinville con todas las solemnidades. Su reinado sería breve: no duró más allá del 8 de noviembre de 1226, fecha en que sucumbió víctima de una disentería. Veinte días más tarde su viuda, la reina castellana, fue nombrada regente de Francia en nombre de su hijo Luis IX, proclamado rey.

En este lugar hemos de recordar que en la mitad sur de Francia, la Occita- nia, había cundido la herejía albigense, la cual, como otros grandes movimientos colectivos de heterodoxia, englobaba diversas tensiones sociales y económicas. El conde de Toulouse, Ramón V, había clamado en el Concilio de Arles de 1177 contra los estragos de la herejía, diciendo: «Ha penetrado por doquier; ha llevado la discordia a todas las familias, separa al marido de la mujer, al hijo del padre; los templos están desiertos y caen en ruinas».

Su hijo y sucesor, Ramón VI, se mostraba condescendiente con los herejes, para gran cólera de los eclesiásticos y de los propietarios. Los albigenses no eran partidarios ni del matrimonio ni de la guerra ni del derecho de propiedad, lo cual les otorga un vivaz colorido moderno.

Tal como ocurriría también hoy, su actitud suscitaba la repulsión de todos los poderes públicos y privados. Cuando hemos hablado antes del buen consejo dado por Santo Domingo de Guzmán a Blanca de Castilla, hemos callado que éste estaba sumamente familiarizado con el problema albigense porque había recorrido el país y predicado con ardor contra los herejes. Tenemos, pues, ante los ojos un esquema de alianza de la Iglesia y la propiedad contra la herejía y el estilo de vida hippy.

A este enfrentamiento se va a añadir otro: el del conde Ramón VI contra los franceses del norte, lo cual es tanto como decir de los señores feudales de sur de Francia contra la realeza de París. Patrocinada por ésta última, en junio de 1209 (los primeros años del matrimonio de Blanca de Castilla), se puso en marcha contra las gentes del sur una «cruzada» La cruzada fue bajando hacia los Pirineos como una apisonadora, machacando por igual a fieles y herejes. Nadie podía sorprenderse de que así fuera, porque todo el mundo tenía claro que el problema de fondo estribaba en que el sur de Francia quedase sojuzgado por el norte, como hubo de ocurrir con todas las consecuencias: desde el saqueo y la violencia hasta la ruina de las potes- tades del país en favor de las invasoras.

Y héte aquí que en esta catástrofe, que duró varios años, tomó tanta parte el soberano aragonés Pedro II (1196-1213) que vino a dejar la piel en ella. El caballe- roso monarca de la Casa de Barcelona se hallaba comprometido con la causa occitana y sentía como propio el hundimiento de aquella sociedad cultivada, ilustre en poesía y gentileza, capitaneada por multitud de amigos personales, densa en pertenencias de la Corona de Aragón. Para complicarle más en la tragedia, los condes de Toulouse, de Foix y Cominges, aterrados ante el alud que bajaba del norte, se colocaron bajo la protección del rey aragonés, así como todos sus vasallos. Indiquemos de paso que con este enorme problema se entremezclaba otro de rango aparentemente menor, pero de importante implicación en el total: el rey Pedro II de Aragón se llevaba mal con su esposa, María de Montpellier (madre de Jaime I «el Conquistador»); deseaba divor-ciarse de ella y casarse con una hija de Felipe Augusto, rey de Francia. Roma le negó la nulidad y frustró su doble ilusión de contraer nuevas nupcias y aproximarse al trono francés.

Si la sentencia papal no se hubiera expedido, el rey Pedro se habría convertido en cuñado del futuro Luis VIII y Blanca de Castilla, no habría participado en la guerra que se avecinaba y hubiera salvado la vida y los intereses, a la par que habría iniciado una aproximación a Francia que habría resultado inédita en su dinastía y prometedora para la suerte de su corona.

Para no entretenernos nos situaremos en la batalla de Muret (13 de septiem- bre de 1213), donde vemos combatir al soberano aragonés contra los «cruzados», al lado de sus amigos y aliados, los señores del mediodía francés y el pueblo tildado de herético. El rey murió en el combate, y con él se hundió buena parte del catafal- co de las posesiones y la influencia de la Corona de Aragón más allá de los Pirineos.

No se puede omitir, para dar color a tan penosa historia, que el rey Pedro fue a la batalla después de haberse pasado toda la noche fornicando, en ejercicio de su famoso entusiasmo erótico, y con tal fogosidad e insistencia que al día siguien- te, cuando oyó misa —la última de su vida—, no se pudo tener en pie durante la lec- tura del Evangelio. Este detalle lo anota con cierta crueldad la crónica escrita por su hijo, «el Conquistador» (1213-1276), el cual, dicho sea de paso, no tenía legiti- midad alguna para reprocharle a su padre las mismas debilidades a las que él cedía con frecuencia.

Habrá ya quedado claro que esta batalla de Muret, fatídica para la presencia de la Corona de Aragón, se dio el año antes del nacimiento de San Luis, reinando en Francia Felipe II Augusto y siendo sus herederos el futuro Luis VIII y su esposa, Blanca de Castilla. El trono aragonés estaba mucho más inseguro que el francés, puesto que su heredero, Jaime I, nacido en el año 1208, tenía entonces cinco años y se hallaba bajo la tutela y cautividad del vencedor de su padre, Simón de Monfort. El trono francés, en íntima connivencia con el Papado, acabó de desmantelar las estructuras occitanas, a la vez que borraba del mapa al conde de Toulouse, aliado tradicional de Barcelona, y se comía posesiones indiscutibles de esta ciudad, como Carcasona.

Este avance hacia el sur fue corregido y aumentado cuando Luis IX, el Santo, subió al trono en 1266, como se ha dicho. Jaime I, entregado desde la mocedad a la empresa reconquistadora en el litoral mediterráneo, se desentendió en gran medida de los complicadísimos problemas ultrapirenaicos, y regaló sus derechos y conveniencias para dedicarse obsesivamente al combate contra los musulmanes. La apatía con que «el Conquistador» miraba aquel laberinto quedó plasmada en el tratado de Corbeil del 11 de mayo de 1258, concertado entre él y el futuro San Luis, por virtud del cual éste renunciaba a todos sus derechos sobre Barcelona y los demás condados catalanes y a cambio Jaime I se desprendía de todos los suyos sobre media Francia meridional.

En realidad, los derechos del rey francés sobre el Principado se habían extinguido más de tres siglos antes, mientras que los del rey Jaime sobre aquellas otras tierras continuaban vivos. Se hizo epígrafe aparte con Provenza, que fue tam- bién objeto de renuncia por nuestro rey, pero con el distingo de cederla a Margarita de Provenza, esposa del de Francia, mediante documento aparte. Antes, durante y después de estos acuerdos, la corona de Francia hizo cuanto pudo para quebrantar la presencia catalana al otro lado de los Pirineos, con toda clase de artificios, comprendida una sublevación «popular» en Montpellier, cuna y señorío de Jaime I, que tuvo que ir a sofocarla en persona. Por largo que haya sido este inciso, no es de nuestro gran rey del que queremos ahora hablar.

Los historiadores franceses están de acuerdo en conceder a la reina Blanca las cuali dades típicas de un gran conductor político: valor, entereza, habilidad, penetración en el conocimiento de las personas y continuidad en los designios. Sus enemigos le indicaron, por si ella misma no lo sabía ya bastante, que el principal problema que había de resolver a su hijo y a su país era el sometimiento a la autoridad regia de todas las heterogéneas piezas que componían el «puzzle» político francés. El pro- blema tardaría cuatro siglos en quedar arreglado, pero, dentro de este moroso pro- ceso, el capítulo correspondiente a Blanca de Castilla destaca por su firmeza y su eficacia. La impaciencia y la insumisión de los mil magnates particularistas se manifestaron primeramente en el desagrado por que la regencia de Francia hubiera sido confiada a una princesa extranjera, y más exactamente a «une espagnole d'étrange pays», como se dijo en un documento de protesta. La reina Blanca se salió como pudo de los problemas creados por semejante coalición de privilegiados, valién- dose, siempre que le fue posible, de sutiles artes femeninas para el halago y la conciliación.

Cuando semejantes habilidades le fallaron, la reina Blanca no vaciló en ponerse al frente de sus ejércitos, llevando al lado a su hijo, y desafió fríos y calores, además de todas las tensiones de los combates y la dureza de las decisiones que había de tomar. Incluso en los aspectos técnicos y materiales de tales proble- mas, la reina exhibió unas dotes que, según los comentaristas, superaron muchas veces a las de su santo hijo, y también a las de su difunto esposo. Puestos a hacer comparaciones odiosas, podemos llegar a decir que estas facultades de la reina debían de sobrepasar a la capacidad militar de su famoso padre, Alfonso VIII de Castilla. Lo decimos porque éste se condujo con grave atolondramiento y torpeza en la que se conoce como la batalla de las Navas de Tolosa.

La regente Blanca lo mismo disponía dónde había que situar las máquinas de guerra que mandaba ahorcar a media docena de individuos, tomaba una ciudad sitiada o administraba sabiamente las arcas reales. Los magnates fueron doblegándose ante su talento superior. La regente cuidó de procurar a Francia vigorosas amistades extran- jeras, comenzando por la permanente alianza con Castilla, de la cual ella misma era la personificación; siguieron a ésta las avenencias que estableció con el emperador germánico Federico II y con el rey de Inglaterra, Enrique III, dedicadas, en el caso de éste último, a atemperar las tensiones que existían entre él y Francia por mor de las extensas posesiones que tenía en suelo francés. Añadamos, en suma, que durante la regencia de Blanca acabaron de ser planchados y sofocados los herejes del sur del país. No han faltado historiadores que observen que la reina logró por cuanto toca a su sumisión y aplastamiento definitivos, un éxito total que ni su suegro ni su marido habían conseguido.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE

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