sábado, 25 de julio de 2009

Blanca de Castilla, 3ª parte y última

Una personalidad tan avasalladora no había de abandonar la escena por una nimiedad como el hecho de que su hijo bienamado llegara a la mayoría de edad y la plenitud legal de sus poderes. A pesar de esto, Blanca siguió firmando al lado del nombre de Luis IX, y en muchas ocasiones, ella sola. Esta actitud no representaba en modo alguno desamor ni desacato respecto del rey, pues era patente el cariño que le profesaba.

Un momento especialmente dramático para plasmarlo fue aquel en que el rey Luis se despidió de su reino para ir a la Cruzada, en junio de 1248. Blanca no encontraba la hora de dejarle marchar y le fue acompañando varios días mientras él hacía camino. Tras muchas insistencias, se separaron y ella le dijo con llantos y suspiros: «Beau, tendré fils, nunca más te volveré a ver, el corazón me lo dice».

La reina madre acertó. San Luis habría de pasar cuatro años combatiendo en Pales- tina mientras su madre llevaba las riendas de Francia, a los sesenta y cuatro años de edad, cifra notable para entonces. La ausencia del rey complicó el problema más grave que por entonces desazonaba a la regente: como tantas suegras del mundo, la reina de Francia no podía ver a su nuera ni en pintura, y se lo demostraba con su habitual vehemencia. No es improbable que éste fuera el pecado más grave que cometió la virtuosa castellana —aunque, como veremos, se la calumnió con otros—. En efecto, en el acoso y derribo de la mujer de su hijo, la reina llegó a extremos dignos del grand guignol.


Luis IX se había casado con Margarita de Provenza, hija del conde Ramón Berenguer V y de Beatriz de Saboya. Dante conmemoró con un famoso verso la insigne singularidad de esta madre: «Quattro figlie ebbe e ciascuna reina» ('Tuvo cuatro hijas y todas reinas'). No es nada probable que Blanca de Castilla contemplase con simpatía previa la boda de su hijo con aquella princesa, en cuya sangre se refundían la de los Sa- boya, tan traviesos y preocupantes para Francia, con la de los soberanos barcelo-neses, no menos fastidiosos. Lo que sí está claro es que Margarita de Provenza era hermosa y gentil y que San Luis se enamoró locamente de ella, con lo cual entraban en juego unos factores ajenos al control de la regente Blanca, quien no lo podía sufrir.

Preocupada por la salud de su hijo, celosa de su nuera, la mandona regente se pro- puso que los jóvenes esposos durmieran separados y no flaqueó en el ejercicio de una vigilancia cuidadosa, sin importarle la estampa de bruja que daba, encorvada sobre su cayado, recorriendo de noche las habitaciones de los castillos para comprobar si su hijo dormía solo. Los esposos habían de ingeniarse de la forma más novelesca para liberarse de esta inquisición. Por suerte, el bastón de la reina hacía algún ruido cuando se acercaba y los criados eran todo lo cómplices que podían. Así, los esposos se abrazaban a hurtadillas, se separaban corriendo en cuanto oían acercarse a la temida madre, y cada uno se volvía a su alcoba. La reina Blanca llevó este furor al extremo de impacientarse de que su hijo fuera a la cabecera de la cama de su nuera después de un difícil parto que ésta había tenido. Estaba la pobre medio difunta, y la reina insistía en tirar de su hijo para llevárselo de allí. La princesa gimió: «¡Ay de mí, que no me dejáis ver a mi marido, ni viva ni muerta!».

Estas escenas no habrían de durar toda la vida. Tras el climax de las ten- siones que trajo consigo la ausencia del rey y la omnipotencia de Blanca, vino su decadencia física. Se dio cuenta clara de ella y aceleró las medidas para poner a Francia en orden. Luego citó a la abadesa de Maubuisson, de la orden del Císter, para pedirle que la admitiese en el claustro. Vistió su hábito durante el ocaso de su vida y se infligió las más duras penitencias. Falleció en 1252, cuando tenía sesenta y ocho años de edad, tras treinta de reinado. Su hijo, informado mientras seguía en la Cruzada, experimentó un dolor profundísimo.

Anotemos, sobre la marcha, que esas cruzadas de San Luis y otros príncipes cristianos, estudiadas en un libro reciente de Norman Housley, tenían mucho de ex- pansión imperialista y económica, como es ya sabido. La envergadura de la ciudad de Aigues-Mortes, que fue construida durante este reinado para apoyar, según se hizo creer, la empresa cruzada, sigue mostrando hoy, a través de sus ruinas, que se trató en realidad de una gran plaza mercantil fortificada, una especie de mezcla de Gibraltar y Hong-Kong, destinada a robustecer el dominio francés en este área. Así pues, semejante expedición era toda una empresa político-mercantil de vastas dimen-siones, antes que un impulso alucinado de la devoción. En este nivel también, los esfuerzos franceses del tiempo de Blanca de Castilla y de su hijo competían con la Corona de Aragón y sus aspiraciones a ser un emporio mercantil mediterráneo.

Aunque fuera madre de un santo y de una beata —la princesa Isabel, fundadora del monasterio de Longchamp—, Blanca de Castilla conoció, ya en sus mismos días, el mordisco de la calumnia. Como es natural, los historiadores, con mejor o peor volun- tad, recogieron la voz del pueblo, que no siempre es la voz del cielo, y muy a menu- do es la del limbo. Cuando murió Luis VIII, cundió en el estamento proceril, cuya rebeldía hemos indicado ya, la especie de que su viuda le había empujado hacia el otro mundo; que le había envenenado, en una palabra.

¿Ella misma? No tanto. Ella había estado al lado del autor material, según la in- sidia, y, como el presunto homicida era un apuesto, galán y brillante poeta, nada le costó a la imaginación popular montarse una historieta de amores adúlteros entre la reina tenida por virtuosa y este caballero seductor. Se trataba del conde Teobaldo de Champagne y de Brie, hijo del anterior conde del mismo nombre y de Blanca de Na- varra, hermana de Sancho VII «el Fuerte» (1194-1234). En el curso de su obra poéti- ca, el cortesano galanteador —casado varias veces, además—, se dedica a evocar sus primeras visiones de la dama misteriosa, a describir la resistencia de ella, el ren- cor del amante y los encuentros del enamorado con la sobrehumana beldad que le cau- tivó, bastante más o menos a la manera de Dante con su Beatriz. De todos modos, la fantasía del populacho no afinaba tanto y, cuando Teobaldo, invitado por la regente a la coronación de Luis IX, acudió a Reims, fue abucheado por la plebe con los gritos de «¡Envenenador! ¡Asesino!», y se retiró entre confuso y colérico, por lo cual no pudo estar presente en la ceremonia. Más tarde, el conde de Champaña no se sumó a los demás magnates en la rebelión contra la regente y, por el contrario, ostentó una devota fidelidad a su persona. ¿Gratuita?

Lo cierto es que, ejerciendo los derechos derivados de su progenie, el conde poeta se alzó con el reino de Navarra en 1234, al morir Sancho «el Fuerte», último monarca de la dinastía nativa. Con el apoyo de Francia y de su regente, el galán Teobaldo se instaló en el trono y lo ocupó hasta morirse, en 1253, dejándolo luego a sus herede- ros. Estos, más tarde, lo transmitieron a los reyes de Francia por un tiempo y, en suma, a titulares de origen francés, por lo cual, en resumidas cuentas, Navarra estuvo bajo la soberanía de reyes de estirpe francesa hasta que en 1516 Fernando «el Católico» rompió la baraja, volcó la mesa de juego y anexionó aquel reino a su coro- na. Todos estos hechos derivaban de la intensa simpatía de la corte parisiense de Blanca de Castilla por el seductor Teobaldo.

En su propio tiempo, la entrada del conde y la casa de Champaña en el palacio regio de Navarra representaron otro fracaso y otra merma de los derechos y posibilidades de la Corona de Aragón y su egregio monarca Jaime I, que en un momento de indignación emprendió una campaña para invadir Navarra y hacerla suya, en el mismo año sucesorio de 1234. Muchos caballeros navarros lo preferían como rey antes que a Teobaldo y le habían prestado ya juramento de fidelidad. «El Conquistador», poco más tarde, lo pensó mejor y prefirió no enfrentarse con Francia y con cierta parte de los navarros para hacer valer sus derechos. Dedicado como siempre a los temas del sur antes que a los del norte, optó por pensar en la Reconquista en vez de la adquisición de territorios pirenaicos y se prestó a la paz con el francés, con- vertido en nuevo rey de Navarra.

¿Puede hablarse de error, de imprevisión, de candidez? Cierto es que Nava- rra, por su sola posición geográfica, prevalecía sobre media Castilla y habría, en manos de un monarca agresivo y enérgico, coartado toda expansión de la misma hacia el Nordeste. Si se hubiera extendido la Corona de Aragón hasta el golfo de Vizcaya, habríamos visto consolidarse un eje político pirenaico, y tendríamos hoy más unidos a todos sus pobladores, desde los vascos en un extremo hasta los catalanes en otro. Mucha fantasía es ésta, acaso. Volvamos a las realidades indiscutibles: la principal de ellas es que la castellana Blanca fue una gran reina de Francia.

Fin

Ahmete

P.S.: Estos tres artículos han sido intercontextualizados anarosaquintanamente de obras del profesor Pedro Voltes de la Universidad de Barcelona. Uno de los mejores divulgadores de la Historia de España

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